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Proyecto financiado por la Dirección General del Libro, del Cómic y la lectura, Ministerio de Cultura y Deporte



El clima de confusión es tremendo, y en él ganan los más fuertes. ¿Cómo no va a vender el Papa e Isabel Allende si cuando entras al híper te encuentras con un abrumador despliegue de sus libros? Sólo unas pocas editoriales pueden pagar a la gran superficie —porque hay dinero de por medio, no nos engañemos—, y prácticas similares ya se dejan notar en algunas librerías de toda la vida.
Normal, cada uno mira por lo suyo porque esto es un mercado y quizá lo más preocupante sea una sensación de sálvese quien pueda. Cuando se apunta a las causas, se cita con demasiada facilidad un supuesto desinterés por el mundo del libro. Pura desinformación de periodistas apresurados y otras especies malignas. Para empezar, ¿no resulta paradójico que si los lectores decrecen, los títulos se disparen? Además, las cifras de lectura tampoco van para abajo, e incluso crecen entre los jóvenes, por si alguno les considera culpables de algo.
La culpa tiene que estar en otra parte, yo creo en la economización exhaustiva de todo. Las librerías del centro de la ciudad cierran porque no pueden competir con las tiendas de pantalones vaqueros, ya que los márgenes de beneficio son muy diferentes. A un librero le queda un 30% aproximadamente de cada libro, y a un comerciante de trapillos, más del 80%, con lo que puede pagar una renta mucho más alta. Esta aritmética sencilla explica mejor el cierre de las librerías y no la mística milenarista del cambio tecnológico.
No es el libro el que vaya mal. Lo peligroso es la estrategia salvaje de unos cuantos editores que les da lo mismo lo que publican y que lo mismo están en este negocio que pudieran estarlo en el de la distribución de cacahuetes.
Proyecto financiado por la Dirección General del Libro, del Cómic y la lectura, Ministerio de Cultura y Deporte