Álex Oviedo. Un estado de ánimo | Trama Editorial

Álex Oviedo. Un estado de ánimo

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Me llamo Álex Oviedo.
Y en el sector del libro o como mero lector se me conoce como Álex, a veces Oviedo, el que escribe en el Bilbao; dicen que soy revisalsero, ajista —gran término para definir que estoy metido en todos lo ajos— y algún otro apelativo mucho menos amable. Una vez Pedro Ugarte me dijo una frase que no sé si me define pero sí me hace gracia: ¿quién no tiene alguna historia con Álex Oviedo? ¿O quién no ha colaborado alguna vez conmigo? Quizás porque me cuesta decir que no.
Me gusta leer porque es, junto con el cine, mi forma de evadirme de la realidad. Y además me gusta descubrir historias que yo no sería capaz de imaginar. Me da envidia la imaginación de muchos escritores. Disfruto con sus historias.
Cuando tenía doce años quería ser biólogo. Me encantaban los animales, coleccionaba fichas con fotos y características de todos ellos, me leía de principio a fin la enciclopedia Faunade Félix Rodríguez de la Fuente, además de ser un fiel seguidor de El hombre y la Tierra. Hasta que un día me dio por escribir. Y en poco más de un mes terminé lo que sería mi primera incursión en la novela de detectives, siguiendo los pasos de Erle Stanley Gardner y Agatha Chistie. Un horror, por cierto, que no me desanimó. Desde entonces no he parado, aunque muchos de mis escritos hayan acabado en una papelera.
Hoy soy muchas cosas: periodista (de carrera), escritor y editor (de vocación), diseñador gráfico y gestor cultural (laboralmente hablando), profesor (en talleres literarios), crítico (con el tiempo que nos ha tocado vivir y con muchas de los eventos que se organizan), boca-chancla (no soy nada diplomático)… Y seguramente alguna más que no recuerdo.
Cuando me toca contarle a un extraño en una boda por qué me gusta leer o ando entre libros le digo que me gusta escribir, que incluso he publicado algunos libros. A la gente le llama la atención que alguien dedique parte de su tiempo a inventarse historias. Pero la conversación termina muy pronto. Y en una boda ni te cuento.  
Sin embargo, en realidad mi día a día es más bien sencillo, sin demasiadas estridencias, me levanto, desayuno, voy al trabajo, quedo con mi socia, pensamos en nuevos proyectos que llevar a cabo, contactamos con nueva gente, hablamos de sus proyectos o de los nuestros, y así hasta que llega la noche. Y es cuando, ya en casa, me pongo a escribir. Lo sorprendente es cuando de todo ese maremágnum nace alguna cosa positiva. O cuando ves que has pasado horas con un proyecto y el esfuerzo realizado obtiene la recompensa de un libro, una exposición, un encuentro literario en el que conoces a un escritor que te sorprende. Nos pasó hace poco al conocer al escritor brasileño Rodrigo Lacerda, a quien hemos traducido al castellano Otra vida. Conocer la obra de otro autor o la forma que tiene de llegar a un argumento es una de las riquezas de este trabajo.
Lo más raro que me ha sucedido nunca fue cuando un amigo me dijo que me envidiaba porque siempre había tenido muy claro lo que quería ser y no había parado hasta conseguirlo. No es que sea raro, es que yo me había pasado la vida envidiándole a él.
Y lo peor de este trabajo es darse cuenta de que también aquí dependemos del mercado, de gente que sólo sabe de números y no de libros, y mucho menos de calidad literaria o editorial. O que por desgracia muchas de las actividades literarias que se organizan se hacen con precipitación, amparados en esquemas caducos, por gente sin ideas que no acepta la crítica. A nivel editorial, lo peor es pelearse con los distribuidores, que son un mundo aparte.
He perdido el entusiasmo por lo que hago cuando después de estar organizando durante meses la presentación de un libro te enteras de que no está en ninguna librería de la ciudad porque el distribuidor no lo ha considerado importante. O porque otra editorial un poco más grande que la tuya sí lo es y ha dado prioridad a sus títulos.
Sin embargo, lo mejor de mi trabajo, sin duda, es como editor ver el resultado cuando tienes el libro en las manos y el rostro de alegría, sorpresa, emoción de los autores cuando ven su obra finalmente publicada. Algo mismo me sucede a mí como escritor. Un subidón extraño que te lleva a manosear el libro como si no creyeses que lo que está escrito ahí dentro fuera tuyo.
El mejor día que recuerdo en el trabajo es cada vez que un proyecto que llevamos a cabo sale como queríamos. Y en el caso de la literatura cuando se nos acerca alguien que ha leído lo que hemos publicado y nos dice que le ha encantado.
Cuando quiero tomarme un descanso me dedico a charlar con los amigos, tomar algo con ellos, ir al cine, andar en bici, ver series, leer… Y escuchar música, mucha música.
Así es como veo el futuro de mi profesión: muy, muy complicado. Entre la crisis, la insistencia del gobierno de acabar con la cultura o con la educación, o con todo lo que nos permita pensar libremente, la dedicación de las grandes editoriales de vendernos hamburguesas como si fuese solomillo (libros de políticos muy poco interesantes, de vedettes televisivas o de aulladores de su vida íntima), me temo que queda poco espacio para lo importante. Al menos es difícil escarbar entre tanta zaborra.
Eso sí, si un día logro jubilarme querré pasar el tiempo que me queda trabajando, seguramente, porque tal como van las cosas y con estos gobiernos que nos han tocado en suerte creo que no tendremos edad para jubilarnos.
El último libro que he leído ha sido La playa de los ahogados, de Domingo Villar.
Y lo conseguí el año pasado en la Feria del Libro de La Coruña, mientras paseaba ojeando libros por las casetas. Me había gustado mucho Ojos de agua, un libro que me había hecho reír como hacía tiempo que no recordaba. Sabía que se había publicado una segunda entrega de las aventuras del inspector Leo Caldas y su ayudante Rafael Estévez, pero no conseguí que me lo trajeran en ninguna librería de Bilbao. Y el azar hizo que encontrara en Galicia la novela del autor vigués.
Y el primero que recuerdo que leí fue alguno de Los Hollister, Los Cinco o Los Tres investigadores. Y muchos cómics de Spiderman. Aunque el que verdaderamente me marcó fue El señor de los anillos. Años más tarde intenté leerlo de nuevo pero fui incapaz.
En mi mesilla tengo ahora para leer una pila enorme de libros, todos ellos empezados. El informe de Brodeck, de Philippe Claudel, que me ha recomendado una amiga; Sinsajo, de Suzanne Collins, tercera entrega de Los juegos del hambre que me pasó mi sobrino, la segunda edición de Lento proceso, de José Luis Cancho, Contradicciones, de Kepa Murua, y dos novelas gráficas que me regalaron tres amigas: Los surcos del azar, de Paco Roca y He visto ballenas, de Javier de Isusi, ambas editadas por Astiberri.
Me gustaría añadir que a veces me entran ganas de dejar de leer. O pienso que se nos quedarán grandes libros en la repisa en cuyas aventuras no podremos adentrarnos. O historias que tampoco nosotros podremos contar aunque se nos ocurran cada noche entre sueños.
Alex Oviedo

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