Bajo este cordial título de “Bienvenidos a casa” voy a proponerles algunas sencillas reflexiones sobre los tres personajes del subtítulo: infancia, lenguaje y lectura. Trataré de poner de relieve, primeramente, la enorme complejidad/fragilidad del proceso de “construcción de un lector”. Verán ustedes que, en el fondo, se trata de detenerse a observar algunos episodios de la larga marcha de la infancia en lo biológico, sensorial, afectivo y cultural que lo conducirá a alcanzar, más o menos plenamente, la condición humana. En la segunda parte haré referencia al papel del lenguaje en este proceso, un papel crucial que define esa misma condición. Y por último me detendré en señalar algunos rasgos que preparan y facilitan el aprendizaje de la lectura y la adquisición del “vicio” de leer, este extraño ejercicio de los humanos de descifrar unos signos escritos y mediante ellos multiplicar la vida. Ejercicio extraño y tan fértil que todos los que estamos hoy aquí, sin duda, deseamos transmitir, como una fértil herencia, a las generaciones venideras. No creo que les diga nada nuevo o que ustedes no sepan ya, pero por lo menos espero que lo que aquí escuchen les sea de alguna utilidad para este encuentro y que les valga en algo para su admirable trabajo cotidiano con los niños y los libros.
Partiré de una observación trivial: el buen lector no nace, se hace. Pero voy a modificarla algo: para ser un buen lector hay que nacer y crecer bien. Pero ¿qué en tendemos por eso de “crecer bien”? Voy a tratar de explicar aquí, precisamente, el proceso de “fabricación” del lector, en especial del tramo del proceso que suele sernos casi invisible. Sostengo pues que el buen lector, ese que en su trayectoria vital hará del trato con los libros costumbre, se hace con una condición: si nace, crece y vive en un ambiente fertilizado por el amor de sus semejantes. Un amor no en el habitual sentido dulzón, sentimental y pasivo, sino un amor inteligente, previsor y activo. Igual que educar, amar es mirar con ojos humanos.
Solemos plantearnos la lectura como el resultado positivo del encuentro, más o menos feliz, entre el lector potencial y los libros. Sobre esa confluencia ponemos la lupa de la reflexión, y tendemos a creer que la lectura es un aprendizaje más entre los muchos que se deben adquirir. Pero ese encuentro del niño con las letras es só1o un momento, sin duda alguna importante, de un complejo y frágil proceso de humanización. El hombre —se ha escrito— es una caña que piensa, un animal dotado de lenguaje, un descifrador de signos, un buscador de sentido. Un buscador incansable de lo bueno, lo bello y lo verdadero.
Mediante esa tensión hacia la condición humana, de un resultado siempre provisional, se va construyendo tanto el sujeto singular, cada ser humano en particular, como los otros sujetos: el yo y los otros. Sin los otros, el yo y el lenguaje son imposibles. Y sin lenguaje el humano no despega de la naturaleza. Se trata de un proceso que se inicia desde el momento mismo en el que se nace. Según algunos empieza incluso anteriormente: recibiendo mensajes en el cálido limbo de la vida fetal, antes de ver por vez primera la luz del mundo. Pero el encuentro con el libro y la lectura, dos productos de la cultura, tiene para nosotros una condición muy visible que ha impregnado en exceso el escenario: para leer es preciso haber aprendido a hacerlo. Y puesto que de aprendizajes se trata, de inmediato pensamos en “el lugar” donde se aprende todo: la escuela. Se asiste a la escuela para hacerse con el dominio de los instrumentos necesarios para poder entrar en la sociedad: leer y escribir ante todo. La institución escolar, tal como es ahora, basa toda su acción educativa fundamentalmente en la palabra y el lenguaje. Sin esos dos poderosos instrumentos no es siquiera imaginable la existencia de la escuela misma. Debido a ese predominio del discurso pedagógico, solemos creer, consecuentemente, que aprender a leer y a escribir es una cuestión de orden técnico y didáctico, como bien lo ilustra la persistencia del enconado debate pedagógico entre los diversos métodos de aprendizaje y acerca de su aplicación didáctica.
Sostendré, como ya dije también, que el lector, el buen lector, el que llega a adoptar a los libros como compañeros propicios para la inacabable tarea de completarse a sí mismo, es aquel al que le es dado nacer y vivir humanamente, es decir, entre amor y palabras, las dos sustancias vitales del ser humano, su savia y su sangre. Porque el ser humano no es solamente un “animal que habla” como se viene repitiendo desde Aristóteles. Precisamente es todo lo contrario: un animal que nace sin el habla y deberá aprender a hablar. Se llega a ser racional a través del lenguaje, y gracias al lenguaje ingresamos en la cultura; sin él somos una parte de la naturaleza. El lenguaje hace posible una comunidad de semejantes en el espacio y el tiempo, alumbra la palabra y la pregunta. El cuerpo es nuestra forma de estar en el espacio; y el lenguaje escrito es nuestra manera de dominar el tiempo. Conversar es tejer una comunidad junto a los otros.
De hecho, si alguna tesis (por decirlo pedantemente) hay en lo que les diré aquí, podría enunciarse así: para llegar a ser un buen lector hay que haber conocido, por lo menos un instante, el gozo de vivir humanamente entre los humanos. Feliz o infeliz, el lector siempre puede volver el tiempo hacia atrás. Porque leer es, entre otras cosas, ampliar la propia vida, ensancharla y hacerla más compleja a través de otras vidas, otros puntos de vista, otras emociones.
Y si uno no ha tenido ocasión de experimentar la vida como gozo, no se ama a sí mismo o no aprendió a gobernar libremente su propio proyecto vital, con sus luces y sombras, difícilmente deseará acercarse a los libros y entregarse a la rica experiencia vital que éstos atesoran. Así qué: ¿“Bienvenidos a casa”? ¿De qué casa se trata? De la casa común, la única que nos alberga a todos. Nuestra casa: la del mundo y la palabra.
El mundo es ese lugar en el que hemos “aterrizado”, tomado tierra. En él habitamos y su sentido —tantas veces también su sinsentido— lo heredamos de los que antes vivieron en ella. Y nos corresponde acrecentar esa herencia, hacerla mejor y más humana. La casa común, la morada del hombre (del ser humano) es sobre todo la casa de la palabra, la que acoge al lenguaje, el pensamiento y la inteligencia. Los libros y la lectura desempeñan un papel esencial en el mantenimiento y preservación de esa casa en la que, provisionalmente, habitamos. Podemos decir que son los fundamentos sobre los que ésta se sustenta.
¿Y a quién se dirige ese saludo: “bienvenidos”? Es el deseo que expresamos cuando llega a esa casa uno de “los nuevos”… cuando nace un nuevo ser humano. Hanna Arendt lo ha expresado de manera hermosa y lúcida. La educación, nos dice, tiene que ver ante todo con la demografía, con el hecho de que nace gente nueva cuando hay un nacimiento, el recién nacido se nos presenta —dice— como un “nuevo”, un ser recién llegado a un mundo que le es extraño, donde ha de vivir por un tiempo, que deberá también en su día recibir a otros nuevos y, cuando le toque, salir del escenario para siempre. Ése es el ciclo del eterno retorno: nacer, vivir y morir. Es un ser humano “nuevo”, que está convirtiéndose en un ser humano a través de la educación, que es distinto del hecho de aprender. Para poder educar, los adultos tenemos que haber asumido nuestra responsabilidad en el mundo. Dice Arendt:
Quien rechaza asumir esta responsabilidad del mundo no debería tener hijos ni tener el derecho de tomar parte en su educación [añade que el profesor es el mediador entre el mundo y el “nuevo” y basa su autoridad y su competencia en presentarlo] ante el niño como si fuera el representante de todos los adultos, y les señalase las cosas diciéndoles: Éste es nuestro mundo.
De modo que les hablaré de la infancia, así en general, entendida como el acontecimiento de la llegada al mundo de los “nuevos”. Para personalizarlos, los llamaré Guadalupe y Pancho. Ellos son los protagonistas que, en este cuento breve, representan a la infancia en su conjunto. Ellos dos son, como todos los demás, “los esforzados hijos del hombre” (en expresión de R. Sánchez Ferlosio). Valerosos, decididos y duros, a pesar de su insignificancia, en su caminar hacia el encuentro con la vida.. Éste es, así pues, un cuento que cuenta la búsqueda del tesoro más grande, escondido y deseable: el de la digna condición humana.
INFANCIA
Amor y palabras
Sabemos que ese niño o niña, Guadalupe o Pancho, llega al mundo —a la casa— frágil, delicado y desasistido, como un cachorro del ser humano inmaduro y débil que debe ser protegido, atendido y criado durante un largo tiempo: meses y años. Y llega sin habla: el lenguaje no se hereda, se conquista. Durante ese tiempo deberá aprender miles de cosas, agudizar sus sentidos y percepciones sensoriales. Establecer relaciones entre sus sensaciones y ese enorme vacío ruidoso que hay “más allá de su piel”… Precisará de ayuda externa para alimentarse y para sobre vivir en un medio que le es desconocido y, por lo tanto, hostil. Ha debido abandonar de repente la cálida caverna en la que se refugiaba plácidamente, salir del líquido amniótico en el que flotaba ligero y seguro, enfrentarse a un nuevo mundo de luz y ruido. Ha llegado a un lugar extraño en el que siente percepciones nuevas, raras, agresivas: ruido, luz, sacudidas y tirones. Dar a luz, abrir los ojos a la luz del mundo. Entre una y otra luz, un espacio y un tiempo que son ordenados con palabras. Las palabras que dan sentido.
Cuando sus pulmones inhalan por primera vez el aire, está empezando el ciclo de “su” vida; y cuando deje de aspirar ese alimento invisible habrá llegado a su final. Con ese primer aire de la inspiración primera, empezará a oír un sonido muy particular, un ruido extraño y peculiar, una cadencia y un ritmo, que asociará pronto como el preludio sonoro de cosas extrañas, decisivas y poderosas. Los que reciben a Lupe o Pancho tratan “de que esté bien, lo alimentan, lo arropan, lo cuidan… y le hablan”. Oye palabras, las palabras de los “viejos del lugar”, una cadencia aún sin sentido pero que parece capaz de anticipar la llegada de sensaciones placenteras: alimento, caricias, balanceo, calor, seguridad… Es un descubrimiento que atraerá la enorme curiosidad del “nuevo”: los habitantes de la casa producen un sonido propio, expelen aire y dicen palabras, hablan. La infancia conquistará el libro como producto cultural histórico, y lo hará suyo en el tiempo. El niño es un lector que emerge en el siglo XIX .
Es ésta una habilidad misteriosa y poderosa que Lupita/Panchito (son muy pequeños…) tratarán de imitar en cuanto estén en condiciones de hacerlo… En pocas semanas el “nuevo” ya es capaz de adaptarse al ritmo de su vida: dormir, llorar, comer, excretar, llorar, comer, dormir, excretar… Y seguirá oyendo aquella música rara, tranquilizadora, proveniente de esas sombras gigantes: las palabras. Así permanecerá unos meses, atento a todo lo que sucede (no “le” sucede aún) porque no hay todavía un “yo” y un no-yo, un afuera/adentro… Todo converge en esa potente terminal sensorial que recibe el nombre de Lupe/Pancho… El primer regalo, decidido antes de nacer, es precisamente el nombre, una palabra que lo designa. El bebé empieza a hacer acopio de una extensa gama de aprendizajes sensoriales —toda clase de estímulos y respuestas— que se irán inscribiendo en las circunvoluciones cerebrales, estableciendo millones de conexiones neuronales en su cerebro. El cerebro es una hoja en blanco en la que se registran y escriben, con en un libro secreto y oculto, todas las impresiones del vivir biológico y emocional.
Recordar es revivir, decimos. La memoria es ese libro que nos cuenta a nosotros mismos mediante una narración personal e intransferible. El “yo” empieza a nutrirse. La velocidad y la intensidad de los aprendizajes están en función de la variedad, calidad y adecuación de los estímulos que reciba de su entorno humano. El bebé irá estructurando tales aprendizajes en formas (desde simples a muy complejas) de comunicación no verbal, es decir no expresadas por medio de palabras, no articuladas semánticamente por decirlo en plan lingüista. Este proceso de comunicación es aún prelingüístico pero ello no quiere decir que sea simple o fácil; por el contrario esta fase de, digamos, “comunicación primitiva” (no articulada semánticamente) es condición necesaria para, más adelante, ingresar en la fase del lenguaje. Risas, caricias, balanceos, miradas, llantos y gestos: un entrenamiento metódico e incansable que abona la tierra, la prepara para la eclosión posterior de nuevas destrezas. Algunas tan lejanas como el habla o el pensamiento.
Durante meses el bebé irá así afinando y completando su particular lenguaje sin palabras mediante complejas estrategias de comunicación intrasensorial que toman la forma de un juego consigo mismo: el reconocimiento táctil de su cuerpo, la modulación de su voz, la gimnasia ocular, la percepción auditiva, los gorgoritos, la succión, el balanceo. El bebé es un atrevido explorador que, en los primeros momentos, permanece dentro de los límites de ese territorio ilimitado que es el “yo”. Posteriormente diferenciará lo que no pertenece al campo de su cuerpo, el “no-yo”, que poco a poco se hace “familiar” y se ordena: las expresiones faciales de los adultos, y los sentimientos que expresan, son, junto a las voces, las primeras percepciones de relación con “los otros”…
Es una fase en el desarrollo de la infancia bien conocida por experiencia propia por las madres y padres; una fase que dura un tiempo variable y que es condición necesaria (no suficiente) para poder ingresar en la siguiente, en la fase de comunicación propiamente lingüística o comunicación por medio de palabras. Resumiendo: la primera etapa en la vida del “nuevo” es de suma importancia para su desarrollo lógico-afectivo puesto que en ella se produce un “entrenamiento” sensorial prelingüístico constante. Un entrenamiento que le va a permitir ingresar en el ámbito de la semantización, de la palabra y de su sentido.
La conquista del lenguaje viene, pues, precedida y estimulada por una larga exploración de los límites del mundo del bebé. Y ese mundo está configurado por dos grandes ámbitos: el de la naturaleza, lo material, biológico y sensorial; y el de la cultura, lo espiritual, social y afectivo. Digamos, para concluir esta parte, amor y seguridad son las dos materias primas de este primer encuentro del “nuevo” con los habitantes de la casa… si tiene suerte y todo va bien. El “nuevo” ha madurado mucho en poco tiempo, está ahora dotado de habilidades neuronales y físicas que le permiten ampliar el radio de acción de su exploración de los límites de esa casa en la que ha aterrizado, tomado tierra literalmente. Erguirse y andar hará el campo de su curiosidad mucho mayor aún. Pero hay una habilidad que se resiste a su fuerza imitadora, destreza de los adultos que él envidia por su fuerza y poder: el lenguaje, la capacidad de hablar, de decir palabras y de conseguir mediante ellas cosas sorprendentes e inexplicables. ¡Qué envidia!
El “nuevo” va a dedicar ahora su inagotable energía, sobre todo, a aprender esa rara habilidad de los “viejos”… el lenguaje, la llave que abre la puerta de la casa del hombre con su poder fascinante. El cuerpo del “nuevo” se ha desarrollado mucho en pocos meses; ya no es un ser totalmente dependiente y empieza a ampliar el radio de su investigación del mundo. Empezará ahora a encender la llama del “espíritu”, a edificar su inteligencia a través de las palabras. La inteligencia no es algo que llena un vacío; es una llama que se enciende. Es decir, con el lenguaje se pasa del puro ámbito de la naturaleza (agua, tierra, fuego y aire) al de la cultura.
Marguerite Yourcenar lo ha escrito bellamente: “Tu cuerpo se compone de tres cuartas partes de agua, más una pequeña cantidad de minerales terrestres, un puñadito. Y esa gran llama dentro de ti cuya naturaleza no conoces. Y en tus pulmones, apresado una y otra vez en el interior de tu caja torácica, el aire, ese apuesto extranjero sin el cual no puedes vivir” .
La naturaleza se hace humana: agua, tierra, aire y fuego. Con ella hay que adentrarse en la cultura con una brújula: el lenguaje.
EL LENGUAJE
El espíritu
La primera gran experiencia cultural, que es fundacional y poderosísima humanizadora, es el lenguaje; mediante ella se abandona la naturaleza y se ingresa en el ámbito de la cultura. Ahora nuestros amigos Lupe y Pancho están ya (¡cómo pasa el tiempo!) en el umbral de la puerta de la casa del lenguaje, ese instrumento que los adultos manejan tan diestramente para hacer-hacerme tantas cosas inexplicables.
Dijimos al principio que los adultos habitan el mundo, acogen a los “nuevos” y los atienden. De modo que han llegado hasta aquí razonablemente felices, biológicamente maduros y emocionalmente equilibrados. La psicoanalista francesa Françoise Dolto describe así las primeras semanas de vida:
El esbozo de hombre está, desde su nacimiento, por comp1eto al acecho de los intercambios de la díada maternal inicial; al acecho del lenguaje gestual, mímico, que se le destina, a quien sabe amarlo, acunarlo, sonreírle, hablarle, ayudarle a afianzarse frente a cuanto sus sentidos interrogan en el mundo que lo rodea.
De esa interrelación nace la inteligencia sensorial y mental que impulsará, más tarde, la del lenguaje verbal. Gracias a Amor y Seguridad han aprendido mucho, ya saben controlar algunos músculos, manifestar ciertos sentimientos y obtener cooperación de los adultos.
Han recibido lo necesario para sentirse bien en el mundo y para mantener abierta y expectante su implacable curiosidad: amor, alimento y estímulos. Los impulsa la fuerza del deseo de saber, esa energía que dispara incansablemente sus tajantes porqués preverbales continuos. Y sabemos ya que lo difícil es hacerse buenas preguntas, mucho más que saberse las respuestas apropiadas. Este deseo es el pasaporte para el viaje que van a emprender, un salto entre la naturaleza y la cultura. Aprender a hablar es para ellos un reto estimulante y a la vez una enorme dificultad.
Un reto puesto que, al parecer, hacerse con el lenguaje podrá llevarlos a ser como los mayores, a vivir entre ellos con mayor plenitud y fuerza. Un reto de gran dificultad porque para esa tarea necesitan de la máxima cooperación de los adultos. La intersubjetividad es ahora decisiva. El cachorro de hombre ha tenido hasta ahora un entrenamiento sistemático por el hecho de habitar entre seres que le han recibido y cuidado también con palabras.
En ese laberinto de palabras Lupe/Pancho se han ido orientando por su tono, la inflexión de las voces, su ritmo y musicalidad. Tienen ya un cierto “oído” para esa música rara, capaz de producirles, a ellos, tan pequeños y débiles, sensaciones contrapuestas: seguridad, bienestar, miedo, alegría, temor, satisfacción, sorpresa, risa… Hans-Georg Gadamer ha puesto de relieve que “a partir de los juegos imitativos de articulación, del balbuceo del lactante y de las respuestas de la madre, finalmente eclosione y se afiance lo que es significativo para la formación de las palabras .
El juego
Podríamos decir, simplificando, que están ya “listos para el lenguaje”. Para entrar en el ámbito del lenguaje, del habla humana, hay que dar un salto cualitativo. Pero para dar ese enorme salto, la infancia (literalmente: el in-fans es el que no habla) cuenta con un arma muy poderosa: el juego. Del mismo modo que para algunos la muerte es simbolizada como si fuera un viaje en barca, la barca de Caronte, desde una a otra orilla de un lago misterioso, también la entrada en la vida humana puede simbolizarse como el paso de un río. Para cruzarlo está la barca del juego, una barca que es universal, que se halla en todas las civilizaciones y culturas y que se manifiesta de formas muy distintas. El lenguaje es una estructura virtual que todo ser humano, como especie, tiene en potencia; igualmente, el juego es un poderoso activador del lenguaje. Del mismo modo que, desde Chomsky, se mantiene que el lenguaje es un rasgo universal y está en la naturaleza biológica de los humanos, los en genética, como Anthony Monaco , aseguran haber localizado un hipotético “gen del lenguaje” al que llaman FOXP2. Forzando el símil se puede suponer que también existe lo que sería un “gen 1údico” una predisposición congénita de la infancia para la imitación y el juego. El juego es el eslabón entre la naturaleza biológica y el medio cultural, el mediador que prepara para el lenguaje.
Así, el aprendizaje del lenguaje opera como el primer, y sin duda el más importante, rito de transición entre la infancia y la edad adulta. El juego es condición necesaria para llegar a entrar en la comunidad adulta, es decir para, paradójicamente, dejar de jugar e ingresar en la “edad de la razón”. Quien no tiene un lenguaje no es un ser maduro. (Probablemente el artista es un humano que trata de inventar nuevos lenguajes para poder seguir jugando.) El juego es, en consecuencia, el trabajo de la infancia; el lenguaje su juguete más sofisticado, complejo y potente. Por así decirlo, para llegar al lenguaje hay que haber jugado… muy seriamente. El juego es, pues, el gran mediador entre naturaleza y cultura, el puente que une la orilla prelingüística y la orilla lingüística de la vida humana.
No hay infancia sin juego y no se llega al lenguaje sin él. Y sin embargo el juego infantil se define, entre otros rasgos, por dos características curiosas. La primera es que el juego es en sustancia alejamiento de las reglas del mundo; el segundo, el juego conlleva ausencia de temporalidad, es puro presente. El niño que juega busca el límite del mundo real; para jugar, esa distancia es condición obligada; el niño experimenta la separación de los adultos mediante el juego, que es representación, imitación, irrealidad Además el juego suspende el tiempo y los jugadores se sustraen a su mandato.
Instalada en el límite del mundo y en el puro presente, la infancia que juega está aprehendiendo, otra paradoja curiosa, tanto la temporalidad de los humanos como sus convenciones y misterios.
Y ése es un doble aprendizaje fundamental para entrenarse en el gran juego del habla y sus normas. En general son juegos imitativos y culturalmente determinados: juegos de imitación; juegos que cruzan el umbral con frases hechas como “vale que yo era”; juegos de ritmo verbal, corros; juegos de imitación de adultos (determinado por el género: muñeca/mama/tiendecitas; balón/vaqueros/guerreros). Juego es el otro nombre del aprendizaje.
También el lenguaje exige una metarreflexión, es decir distancia de sí, dominio de los tiempos verbales, lógica gramatical, articulación sintáctica… La experiencia del juego es primero egocéntrica: autoexploración del cuerpo; juegos con manos y pies; balanceos; prensión de objetos; succión; gorgoritos y fonemas “salvajes”, etc. Luego el juego es exocéntrico, se hace social y enseña socialidad: se juega con “otros” en casa o en la guardería… Esa trama de situaciones nuevas, entre realidad y juego, supone un entrenamiento para la apropiación del lenguaje oral; y es a la vez un ejercicio imprescindible para poder luego, más tarde, entregarse con la curiosidad y el deseo acrecidos, a un juego nuevo, infinito y prometedor: escribir y leer…
El juego mediante el que adquirirán la condición de alumnos/ciudadanos. Escuela y ciudad serán, entonces, las instituciones formativas en las que Lupe y Pancho deberán poner a prueba sus destrezas y sus habilidades adquiridas a lo largo de su viaje como in-fans y en su larga marcha hacia la autonomía, la cooperación y el saber. El juego va quedando atrás. Ahora “la vida” les aguarda.
Cada cultura marca en su tierra una raya simbólica que debe ser cruzada por los “nuevos” para ingresar en la comunidad como un adulto más; ésa es la función del rito: alejar para acercar. Y nosotros, los mayores que los recibimos a su llegada como “nuevos”, guardamos para ellos un último juguete: los libros. Una herencia de un gran valor formativo porque contiene las palabras de miles de “mayores” que un día pasaron por la vida y nos dejaron escrita la memoria de su paso por ella, sus luces y sombras.
Para disfrutar de ella hay que vencer un último obstáculo: aprender a leer. Conocer el mundo es hacerlo suyo a través del lenguaje, pero también es un ejercicio de autoconocimiento constante. Entre ambos, el mundo y el sujeto, se construye una relación fecundadora y potente.
Cuando Pancho o Lupe descubran y nombren a la flor, podemos decir que crecerán hacia fuera y hacia adentro, sabrán más del mundo, pero también más de ellos mismos. Conocer es aumentar el saber pero también el dolor, como se ha dicho desde Aristóteles a Freud. Este punto es crucial porque denota el doble aspecto casi mágico del lenguaje. Por un lado el niño, al poner cada palabra como una caricia sobre cada cosa, actúa como un pequeño dios, está creando el mundo y ordenándolo con el lenguaje; por el otro, al hacerlo, está construyéndose como sujeto, crea también su “yo”.
En esa permanente dialéctica de abstracción y concreción entre el mundo y las palabras, la infancia se iguala y, al mismo tiempo, hace de cada persona, de cada “nuevo”, un ser diferente y singular, con un yo propio, una personalidad específica vertebrada en torno a su experiencia con el lenguaje. Ahora Lupe y Pancho son más autónomos y ya empiezan a sentirse —a ser— protagonistas de su vida, actores de una narración que apenas ha empezado.
El pensamiento
Para mantener la continuidad de esa narración cuentan con dos registros creativos. Uno es la “lengua interior”, entendiendo por ello la instauración de la voz que nos habla calladamente, una voz que nos constituye como sujeto de acciones, el germen del yo. Es un habla “hacia adentro” y que podemos llamar “conciencia”. Platón llamó conversación del alma consigo misma a ese proceso discursivo del decir-pensar-hablar-comunicar. Por eso el lenguaje se articula y se realiza como conversación con uno mismo y con los otros. Esa voz de dentro nos constituye como sujetos, nos identifica y, por lo tanto, nos diferencia de los demás. Es nuestra voz secreta a la que nadie más tiene acceso. Pancho y Lupe van así adquiriendo una facultad extraordinaria: el pensamiento. Una facultad que es específica del género humano: una reflexión interior mediante la que tomamos una distancia del mundo para tratar de comprenderlo y, así, de comprendernos mejor.
El pensamiento es una membrana invisible que regula los intercambios con el exterior. Para ese intercambio es muy importante un buen uso del lenguaje que podemos llamar, en contraposición al anterior, el que nos enlaza con los otros. Mediante este lenguaje mantenemos intercambios y conversamos con los demás, y vamos entendiendo las convenciones lingüísticas del intercambio verbal entre sujetos.
Tomemos prestadas estas palabras de Emilio Lledó que acertadamente expresan esa articulación del lenguaje y su relación educativa:
El hecho de que sea el lenguaje el alimento básico de la educación significa que la estructura interior de eso que ha de llamarse personalidad es, en el fondo, el resultado de un diálogo, el resto de una memoria, interpretada por las palabras con las que hemos engarzado los sucesos de nuestra vida. No hay, pues, educación si no se configura como lenguaje y no se realiza como diálogo.
El habla y el dominio de las palabras son una conquista trabajosa pero mágica porque permite vivir más intensamente. Mediante la palabra y el pensamiento Lupe y Pancho comenzarán el camino del logos, el escenario humanizador por excelencia: hacer abstracciones, formular juicios de valor, decidir comportamientos. El lenguaje nos introduce en el tiempo, nos facilita el acceso al conocimiento y nos permite expresarnos y comunicar con los demás. La fuerza del lenguaje, sea el interior o el exterior, va más allá: es la música que hace posible que el ser humano conciba y formule lo impensado, lo inimaginable, que sea capaz de crear lo nuevo como si fuera un dios.
Además del logos, el lenguaje es también la conquista de un don terriblemente humano: la posibilidad de crear lo nuevo. El conocimiento crea más conocimiento, pero también descubre códigos diversos y plantea la limitación del conocer mismo. El lenguaje roba a los dioses el fuego creador. El artista maneja el lenguaje (los lenguajes) como ningún otro y, por eso, se rinde a su voluntad y expresa lo que él siente, desea y oscuramente aspira a decir. Ésa es la fuerza del lenguaje, logos y poiesis, pensamiento lógico y racional sí, pero también expresión de una poética voluntad de trascendencia, embriaguez inabarcable. “El que no sabe hablar no sabe pensar, y el que no piensa está destinado a ser un loco o un esclavo”, ha escrito Félix de Azúa .
Por eso ciertos aprendizajes son fundacionales y, a diferencia de los aprendizajes que llamamos “instrumentales”, nos llevan a comprendernos a nosotros mismos; son saberes constituyentes, nos hacen, edifican nuestra manera de estar en el mundo. Hablar, leer, escribir y contar son de esa clase de saberes humanizadores que no buscan utilidad alguna, sino que se consumen por sí y en sí mismos. Quizás habría que añadir el arte de silbar, es decir la música, para Nietzsche la mejor filosofía.
Son éstos unos aprendizajes que “deben hacerse” en la escuela, y tienen una obvia vertiente técnica y metodológica. Pero son, por otra parte, saberes enraizados en las primeras experiencias de humanización y, en consecuencia, para ser alcanzados plenamente, deben prepararse mucho antes, atendiendo a la peculiaridad de cada humano “nuevo” y mediante una serie de acontecimientos en la vida de cada cual: amor, seguridad, compañía y palabras.
Ellos son el conjuro de sus contrarios: odio, miedo, soledad y silencio. Son éstos los materiales, a menudo invisibles, con los que se “fabrica” un ser humano que no cesará de estar permanentemente en formación. Un ser dotado de un razonable equilibrio afectivo-cognitivo, un equilibrio que, a su vez, permite y refuerza todo aprendizaje consecutivo. ¿De dónde proceden esos bienes intangibles? De un buen yo y del contacto con los otros seres humanos… Algunos de esos tránsitos ya los hemos citado.
LA LECTURA
La fundación del yo
La lectura es aprendizaje de mucha complejidad, quizás el más costoso de todos; el que mayores esfuerzos supone, pero también el que mayores gozos y satisfacciones les deparará. Porque aquel que sabe leer tendrá, como los gatos, siete vidas. Antes del libro, Lupita y Panchito ya han “leído” su pequeño mundo. Paulo Freire rememora su condición primera de “lector” de su mundo:
La vuelta a la infancia distante, buscando la comprensión de mi acto de “leer” el mundo particular en el que me movía… me es absolutamente significativa. En este esfuerzo al que me estoy entregando, re-creo, re-vivo, en el texto que escribo, la experiencia vivida en el momento en que aún no leía letras. Me veo entonces en la casa mediana en que nací en Recife, rodeada de árboles, algunos de ellos corno si fueran gente, tal era la intimidad entre nosotros, a su sombra jugaba y en sus ramas más dóciles a mi altura me experimentaba en riesgos menores que me preparaban para riesgos y aventuras mayores.
Fíjense en la plenitud con la que recuerda las cosas antes que las mismas personas:
La vieja casa, sus cuartos, su corredor, su sótano, su terraza —el lugar de las flores de mi madre—, la amplia quinta donde se hallaba… todo eso fue mi primer mundo. En él gateé, balbucí, me erguí, caminé y hablé. En verdad aquel mundo se me daba como el mundo de mi actividad perceptiva, y por eso mismo como el mundo de mis primeras lecturas. Los “textos” y las “palabras”, las “letras” de aquel con texto —en cuya percepción me probaba, y cuanto más lo hacía más aumentaba la capacidad de percibir— encarnaban una serie de cosas, objetos, señales cuya comprensión iba yo aprendiendo en mi trato con ellos, en mis relaciones con mis hermanos mayores y con mis padres… De aquel contexto formaban parte además los animales… por otro la do, el universo del lenguaje de los mayores, expresando sus creencias, sus gustos, sus recelos, sus valores…
Leer es, pues, ante todo, una lectura ceremonial e inauguratoria; es una transición que ordena las percepciones sensoriales mediante las palabras. Lo que Freire llama “leer el mundo inmediato” no es más que ese oficio de nombrar las cosas y los seres, una a una. De los árboles a las personas… Una lectura que inaugura el mundo y lo pone a nuestra disposición troceado y vertebrado mediante las palabras.
Hasta aquí hemos recorrido los primeros meses de dos “nuevos” que hemos llamado Lupe y Pancho. Han aprendido muchas cosas desde que distinguieron el yo del no yo. Han estado atentos a todas las percepciones que estimulan sus sentidos, tienen una buena coordinación neuromuscular, una grafomotricidad lista para el desafío que para la mano y la cabeza es la escritura; han aprendido a modular sus emociones en una gama amplia de registros; siguen preguntando el porqué de todo; saben sus nombres propios, conocen los nombres de algunas personas y de muchas cosas y quieren saber más, de modo que su léxico aumenta de modo espectacular; han aprendido que vivir en este mundo es una aventura que procura un regalo cada día… y algún disgusto también.
El lenguaje es el núcleo de la comunicación con los demás, es un instrumento relacional. Pero para el niño, que estrena el mundo cada día nombrándolo todo por primera vez, la conquista del lenguaje supone una experiencia de incalculable valor, y cada nueva palabra que aprende es un triunfo personal y supone el ejercicio de su capacidad de abstracción, también nueva y poderosa. Veamos como lo expresa Pedro Salinas:
Imaginemos a un niño chico, en un jardín. Hace poco que aprendió a andar: le llama la atención una rosa en lo alto de su tallo, llega delante de ella y, mirándola, dice: “¡Flor, flor!”. Nada más que eso. ¿A quién se lo dice? Pronuncia la palabra sin mirar a nadie, como si estuviera solo con la flor misma. Se lo dice a la rosa. Y a sí mismo. El modular esa sílaba es para él, para su ternura, gran hazaña ese vocablo, ese breve sonido, flor, es en realidad un acto de reconocimiento indicador de que el alma incipiente del infante ha aprendido a distinguir de entre las numerosas formas que el jardín le ofrece, una, la forma de la flor. Y desde entonces, cada vez que perciba la dalia o el clavel, la rosa misma, repetirá con aire triunfal su clave recién adquirida. Significa mucho: “Os conozco, sé que sois las flores”. El niño asienta su conocer en esa palabra.
Esa emoción y orgullo por el hecho de conocer a la flor, de decir su nombre, es el inicio de la lectura del mundo, y en consecuencia es preparación para el aprendizaje posterior de la lectura. La lectura permitirá, más adelante, otro asombroso y emocionante descubrimiento: la flor, aunque esté ausente, puede sin embargo evocarse y hacerse presente mentalmente, a través de la disposición de unos signos que los adultos llaman letras y que habitan en los libros. Las flores están en el jardín y también en los libros y, además, hay un decir flor que es genérico conceptual. Pancho y Lupe descubren pronto esa doble vida de las cosas. Se trata de un descubrimiento extraordinario: vale la pena el esfuerzo de descifrar esos signos, las letras, que parecen abrir la puerta del mundo visto por otras personas.
El niño acepta gustoso que precisa de instrucción para recibir, de modo significativo para él, esa herencia de los hombres. Una primera instrucción digamos que “natural” es la del mundo inmediato, al ámbito familiar, el microcosmos del territorio vecino. En ese ámbito se estrenan la palabra, el lenguaje y el pensamiento. Pancho y Lupe se van educando entre cosas y personas, y están abiertos a recibir esa formación entendida como “la apertura al punto de vista de los otros”, tal como Hegel deseaba que fuera toda formación. El microcosmos debe ampliarse y ahí entra la institución llamada escuela, que tiene algo más de dos siglos tal como ahora la conocemos. La familia queda pequeña y delega su responsabilidad a la escuela en la tarea de mantener y potenciar esa disponibilidad de la infancia para el conocimiento; el afán de saber, la preguntitis de la infancia es, si se ha matado antes, el motor del deseo de poner palabras nuevas a las cosas, reales o simbólicas, que entran en escena y piden su cabal reconocimiento. En esa tarea formativa lenguaje, lectura y libros van a tener un papel decisivo y delicado.
Un exceso de palabras puede ser tan nocivo como un defecto de las mismas. La infancia no existe: existen Lupe y Pancho con sus rasgos personales que los hacen distintos entre sí y, también, iguales. La escuela es el templo del lenguaje, el refugio de las letras y la casa de la palabra. El deseo de saber puede arder o apagarse… Se extingue si cree que la letra con sangre entra. La letra sólo entra con amor y letras. Pero este tema nos llevaría demasiado lejos del que aquí nos ocupa hoy.
EL OÍDO Y LA VISTA
Ahora me centraré en dos sentidos que son de suma importancia para nuestros objetivos, es decir para el dominio del lenguaje, la escritura y la lectura: el oído y la vista. Ambas vías, el oído y la vista, serán de suma importancia para la constitución de un buen lenguaje porque, como hemos visto, al lector se le hace nacer con cuidados y tiempo, mucho antes del encuentro cultural/escolar con las letras y con los libros.
El oído es vía privilegiada para entrenar al “nuevo” para ese encuentro. Las palabras del adulto son para él y en una primera etapa sonidos pre-semánticos, no importa qué significan cuanto el tono, el ritmo y la musicalidad que ellas llevan en su seno.
Las nanas para dormir a los bebés son de una cadencia determinada culturalmente pero muy similares; las exclamaciones de los adultos cuando el bebé hace algo “bien hecho”, refuerzan su respuesta con lo que es percibido como un sonido de alegre aprobación; lo mismo para una desaprobación verbal, etc. El oído es una excelente fuente de información. A menudo la prosodia, el cómo se pronuncia la palabra o la frase, es de mayor importancia que su estricta semántica; igualmente la expresión de la cara del hablante es de suma importancia para, a través de expresiones variadas, transmitir instrucciones y/o emociones precisas. Los niños gustan de que los mayores les lean cuentos adecuados a su nivel, con su puesta en escena “por la paráfrasis en grupo y por la mímesis de esos cuentos; también por la memorización de breves textos (fábulas, cancioncillas, etc.) que puedan aprender de oído… estos niños a su debido tiempo se interesarán por la lectura, la escritura y el aprendizaje del cálculo” .
El cuento que se lee a pie de cama, antes de que el “nuevo” duerma, es una situación emblemática para comprender el valor de las palabras y la importancia de un uso consciente del adulto. Un cuento puede llevar al ánimo de Lupe y Pancho el entusiasmo, la curiosidad, la alegría, la duda, el miedo…
Cuando nuestros amigos Lupe y Pancho oyen contar el cuento de Caperucita Roja por un adulto en el que con fían, saben que su presencia, su voz, es garantía de que ellos están a salvo de esa realidad verbal que oyen. Por eso la teatralización es tan importante como el texto en sí mismo; los niños aprenden rápido la secuencia del cuento (temporalidad) y desean oírlo repetido mil veces en la calidez de su cama (espacio) para así disfrutar de ese misterio que suena en la voz del padre/madre, un ser capaz de abrir un juguete extraño, mirar atentamente unos signos y… ¡ale-hop! contarnos de nuevo, igualito cada vez, esa historia que no vemos pero que es como si la viviéramos.
En ese “como si” radica una de las fuerzas de la lectura para no-lectores: ellos aprenden que del encuentro entre libro y lector surge ese poder mágico de narrar, de contar, de hacer “como si”… El “como si” es semejante a la anterior fórmula “vale que tú eras…”; la escenificación verbal que anuncia la suspensión del tiempo, la reconversión del espacio y la concentración en el puro presente; es decir las características del juego. Pero en este caso el juego es de una potencia casi milagrosa, no precisa de más juguete que la palabra y el libro. La vista es la vía de entrada de las imágenes que también “dicen” el cuento; el lobo feroz debe tener una representación terrible, a la altura del miedo del oyente. La coordinación texto/imagen centra la atención del niño que aprende así que las palabras también pueden ser temibles…
Parece interesante sin duda aprender a usar esos juguetes, pensarán Lupe y Pancho antes de apagar la luz y de asegurarse de que el lobo feroz no está bajo su cama, por si acaso.
El lenguaje y la risa (y quizá también el miedo) son privilegios del ser humano y suelen ir de la mano. Es conocido que Aristóteles definió al hombre como el único animal que tiene lenguaje, pero también añadió que es el único ser viviente que es capaz de reír. El lenguaje es, corno vimos, pensamiento distanciador puesto que es capaz de hacer que una flor ausente comparezca, esté presente mentalmente. La risa es fronteriza con lo lingüístico. La risa de un bebé nos conmueve. La adquisición del lenguaje verbal se facilita y se estimula en el grupo de iguales, en las primeras etapas de la escuela infantil; una buena socialidad hace posible que los niños aprendan a comunicar sus sentimientos a través de palabras, imágenes, juegos de títeres y otras estrategias. El grupo también enseña y los de mayor vocabulario servirán de ejemplo a los que aún no dominan la lengua materna. Los libros ilustrados, sin o con palabras, son una buena guía para un inicio lúdico-sensorial a la lectura, una manera de hacer que el libro entre en juego con su carga de simbolismo, de magia y de poder creador de narración.
Estamos faltos de grandes narraciones, afirmó Walter Benjamin, que ya en los años treinta veía en el exceso reinformación una expropiación de la narración y de la palabra.
La escasez en que ha caído el arte de narrar se explica por el papel decisivo asumido por la difusión de la información. Cada mañana se nos instruye sobre las novedades del orbe. A pesar de ello somos pobres en historias memorables. Esto se debe a que ya no nos alcanza acontecimiento alguno que no esté cargado de explicaciones. Con otras palabras: casi nada de lo que acontece beneficia a la narración, y casi todo a la información. Y es que la mitad del arte de narrar radica, precisamente, en referir una historia libre de explicaciones .
Llegamos al final del viaje de nuestros amigos Lupe y Pancho. Hemos visto algunas etapas del “aterrizaje” de esos “nuevos”, desde que son nombrados y acogidos por los humanos, desde su inicial desamparo biológico y cultural hasta ese ser que, con el llanto, la risa y el juego, se va adueñando de las palabras y sale, como Don Quijote, a conocer el mundo y a sus habitantes. Poco a poco el “nuevo” se distancia de su primitiva condición biológica, prelingüística, y se aproxima al territorio lingüístico de la cultura. La infancia es ese trayecto desde la periferia hasta el centro del ser humano, desde la condición de in-fans hasta la del animal capaz de lenguaje y de risa.
El bebé es el padre del lector niño y éste lo es del lector adulto. Esa continuidad puede ser intermitente y de intensidad desigual; pero el que vivió gozosamente todo aquello que libros y lecturas pueden darle, no abandonará su sombra protectora nunca. (Véanse al respecto las reflexiones y experiencias prácticas sobre la defensa de la lengua y la relación precoz niños-libros en la web francesa: www.sauv.net.)
Si todo ha ido bien, Pancho y Lupe están ante la puerta de un nuevo salto cualitativo que completará su dotación de seres humanos reflexivos: la escritura y la lectura. Se trata de un aprendizaje con una componente técnica y didáctica, que normalmente deberá hacerse en la escuela. Pero sin duda todo el aventurado viaje anterior de Pancho y Lupe ha supuesto una preparación minuciosa para la abstracción y la reflexión que les exigirá el aprendizaje de la lectura y la escritura. Han hecho ambos un proceso complejo de maduración biológica, cognitiva y afectiva. De modo que no podemos deslindar el aprendizaje de la lectura y la escritura de esa intra-historia personal, de Pancho y Lupe, y colectiva, de la infancia como condición.
Cuando un maestro enseña a leer a un niño está trabajando con un “nuevo” que no sabe que está al borde de una experiencia contradictoria. Porque aprender a leer y a escribir supone un enorme esfuerzo; y hay que mantener encendida esa llama de la curiosidad, del afán de saber y de ampliar el propio punto de vista con el de los demás. Y eso requiere tener el equipaje lleno de esas habilidades y adquisiciones aquí esbozadas en ese despacioso y extraordinario viaje desde la cuna hasta el pupitre o la sala de lectura. Un equipaje ligero con el que la vida nos parecerá más llevadera y hasta hermosa. Los libros nos hacen mejores también a nosotros. Por eso es obligación nuestra amueblar los escenarios de la infancia con ese juguete infinito que son los libros. Una buena educación no separa artificialmente el qué se lee del cómo se lee; así se alcanza una inteligencia formada y una conciencia de lector.
De este modo interpreta la psicoanalista Françoise Dolto el ciclo ideal, en cuanto a maduración psicosomática, en los 6/8 primeros años, etapa decisiva en la estructuración de la personalidad humana. O sea, así deberían ser nuestros amigos Lupe y Pancho, tal como ella los describe:
Si a los cinco años, estructurado el lenguaje y la educación, el niño ha devenido por completo autónomo y responsable de sí mismo para su cuidado, higiene, conducta, se mantendrá en su lugar y con confianza en sí mismo entre los de su misma edad. Si entre los cinco y los ocho años se le inicia en la ayuda mutua con los demás, en el conocimiento de las leyes morales fundamentales, de sus derechos y deberes, al mismo tiempo que se le respeta en las sucesivas etapas de su desarrollo, se hará, a la vez, tolerante hacia los demás y tolerado por ellos…
Y acaba así este cuento con final feliz…
Será entonces capaz de exteriorizar su inventiva, su originalidad, así como de numerosas actividades exitosas, utilitarias o lúdicas, y capaz de comunicar sus emociones, sus deseos, con un lenguaje personal elaborado, no sólo verbal sino también mímico, gestual, artístico y creativo, sin recurrir a la sola relación de sumisión o de agresividad.
Acabaré con esta sencilla verdad que escribió Pedro Salinas en su magnífico libro El defensor y que sigue hoy vigente:
No hay tratamiento más serio y radical que la restauración del aprendizaje del bien leer en la escuela. El cual se logra, no por medio de misteriosas y complicadas reglas técnicas, sino poniendo al escolar en contacto con los mejores profesores de literatura: los buenos libros. El maestro en esto de la lectura ha de ser fiel y convencido mediador entre el estudiante y el texto. Porque todo escrito lleva su secreto consigo, dentro de él, no fuera como algunos creen, y sólo se le encuentra adentrándose en él y no andando por las ramas.