La relación entre un escritor y su editor es un enigma tan hermético como inseguro, sobre todo, cuando este encuentro se ha fundado entre libros y discusiones. Ambos saben, como reconocía el editor italiano Giulio Einaudi, que no todos los días es posible conocer a alguien interesante y extraordinario. Cuando eso sucede en el mundo literario se afianza una dependencia vital que trasciende el olor de una página nueva. La edición es experiencia y relación, intercambio y conversación. Cada uno defiende su labor y su buen hacer. En juego se encuentra el éxito o el fracaso y, por ello, se reconocen y se necesitan. El desencuentro más cerrado puede estar, incluso, en la colocación de una coma. Pese a todos los reconocimientos que puedan llegar a alcanzar, juntos o por separado, nuestro escritor y su editor reconocerán siempre que no pueden sacralizar absolutamente nada.
Jean Echenoz es una de las voces más penetrantes y sugestivas de la narrativa actual francesa, junto a Pierre Michon y Pascal Quignard, pero en los inicios del lejano enero de 1979 todas las editoriales rechazan su primera novela. Duda y pasea por un París nevado hasta que recibe una noticia increíble: Jérôme Lindon ha llamado para interesarse por su trabajo. Parece estar soñando. Lindon dirige desde hace décadas una editorial rigurosa y de calidad, la histórica Les Éditions de Minuit. ¿Cómo se ha fijado en un escritor novato e insistente el responsable de un catálogo que contiene nombres como los de Samuel Beckett, Marguerite Duras o Claude Simon?, se pregunta aterrorizado mientras se dirige a las oficinas de la editorial tras realizar una torpe entrevista de trabajo. El Jean Echenoz de 1979 aún no podía imaginar que con el paso del tiempo Lindon se iba a convertir en su contradictorio editor y que los dos iban a pasar horas discutiendo sobre la apuesta estética derivada de la colocación de las comas.
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