El miedo ante lo inevitable: los demasiados libros | Trama Editorial

El miedo ante lo inevitable: los demasiados libros

por Esteban Hernández
Trama & TEXTURAS nº 6
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La abundancia, en la intimidadSi se pensaba en términos estadísticos, el número de posibles parejas que nos era dado conocer resultaba amplísimo. En la realidad, en sociedades que seguían viendo con buenos ojos los entornos locales y donde la comunicación con otros países y culturas quedaba restringida a las élites, las posibilidades quedaban muy por debajo de lo que las matemáticas nos atribuían. Sin embargo, el nacimiento de Internet, junto con el desarrollo y abaratamiento de los medios de transporte, parece haber transformado definitivamente los ambientes cerrados en los que nos movíamos.


Y más aún en lo referido a las relaciones sentimentales: la red nos ha permitido conocer a un elevado número de personas de los más diferentes lugares, cercanos y lejanos; ha hecho posible que accedamos a múltiples entornos virtuales donde conversar con gente con gente que comparte nuestras aficiones; y se han desarrollado empresas que se dedican, con éxito, a conseguir que las posibles parejas se encuentren. Sin embargo, el efecto de esa abundancia sobrevenida sería mucho más negativo de lo que en primera instancia podríamos pensar. La paradoja es que esas nuevas posibilidades, que nos prometen una elección más adecuada a nuestros deseos, terminan conduciéndonos a experiencias racionalizadas y a selecciones puramente utilitarias. Que la oferta sea tan numerosa hace que valoremos instrumentalmente a los/las posibles optantes, contabilizando sólo los beneficios económicos, físicos o de posición social que nos aportarían. Estaríamos formalizando la búsqueda de pareja, asegura la socióloga Eva Illouz, como una simple transacción económica .

Es fácil caer en la tentación de establecer semejanzas entre ese mundo contemporáneo de las abundantes parejas y el de la oferta de productos culturales, en la medida en que el esquema descrito por Illouz para las relaciones amorosas es creído por muchos de los operadores del sector. Así, en lo que hace al mundo editorial, también se estaría sufriendo una oferta excesiva, causa directa de una competencia distorsionadora, de las dificultades que encuentra el comprador para informarse correctamente y de una enorme sobrecarga de los canales de venta.
En definitiva, estaríamos viviendo en los más variados terrenos los efectos perniciosos de la abundancia, algo que economistas y sociólogos han subrayado como una consecuencia no deseada de las ventajas que trae el bienestar . Que tengamos a nuestra disposición numerosas posibilidades, que podamos adquirir a bajo precio los bienes más diversos y que podamos satisfacer nuestros deseos con tanta facilidad, acabaría por forjar ciudadanos anómicos o hiperinstrumentales, gentes que han perdido la ilusión y la vitalidad. Y eso es lo que se terminaría reflejando en quienes se citan a través de la red:

“En el 99% de los casos no disfruto (de las citas). Lo hago porque quiero conocer a alguien y me canso de estar sola. Pero también me cansa conocer tanta gente, decir los mismos chistes, hacer las mismas preguntas, tener una sonrisa pintada en la cara”.

Al final, el mundo de la hiperabundancia ha acabado por crear nuevos problemas. Tenemos demasiadas cosas al alcance de la mano, lo que no nos deja desearlas; contamos con tantas posibilidades que no somos capaces de sacar partido de ninguna de ellas. Quienes creen en este diagnóstico, recomiendan algo más de escasez como el mejor camino para ser más felices.

Vetusta Morla, Tres Cantos, España

Vetusta Morla llevan nueve años juntos. Como ocurre con la mayoría de bandas independientes, la principal meta a lo largo de este tiempo ha sido la supervivencia, habiendo eliminado pronto esas aspiraciones que dominan los inicios, como conseguir algún éxito o llegar a vivir de la música. Su camino, por tanto, ha sido lento; sumaron público a partir de redes muy localizadas, de actuaciones en pequeños clubes a las que asistían fundamentalmente los amigos y del aprovechamiento de vías de comunicación secundarias. En el camino, fueron creciendo musicalmente hasta dotarse de un lenguaje propio que, si bien no resulta novedoso, les ha permitido conectar con un oyente que se reconoce en sus narraciones sonoras. Y esa mezcla de personalidad y de público fiel, que tiempo atrás garantizaba un contrato discográfico, es hoy, en la época de las descargas por Internet, tenida por comercialmente inútil. Así las cosas, su primer larga duración, autoeditado, sólo consiguió ver la luz casi una década después del nacimiento del grupo. Nada más publicarse, sin otra promoción que la aparecida en canales residuales, Un día en el mundo alcanzó las listas españolas de superventas. En su gira de presentación han llenado con semanas de antelación esos locales de tamaño medio habitualmente reservados a reconocidas bandas extranjeras.

El éxito de Vetusta Morla tiene algo de incómodo para el sector, en tanto ha ido a contracorriente de sus certezas: nadie creyó en las posibilidades de la banda, ya que representaba todo lo que se suponía era veneno para las ventas: eran gente de clase media, su estética se correspondía con esa procedencia, sus letras tenían un punto intelectual y la música tenía mucho que ver con sonidos indies que no estaban particularmente de moda. El grupo tenía un espíritu especial, y eso les dio el éxito (sabían como encajar música y letras en castellano) pero sus méritos, aisladamente considerados, eran todo lo contrario de lo que se recomendaba. No tenían brillantez o atractivo estético, carecían de cualidades que asegurasen presencias en los medios, no contaban con hit singles, tampoco eran novedosos o divertidos. Pertenecían, por tanto, a la categoría de lo invendible. Y, sin embargo, han sido el único producto reciente de la música española que se ha abierto camino en las listas sin necesidad de grandes inversiones.

La estructura del comercio musical ha vivido enormes cambios en las últimas dos décadas. La experiencia de Vetusta Morla subraya uno de ellos, relacionado con las oportunidades con que contaban esas bandas con personalidad marcada y ligadas a ámbitos territoriales muy concretos, a partir de los cuales trataban de alcanzar audiencias más amplias. Se trataba de formaciones que vivían del medio plazo y que, a pesar de no producir grandes aceptaciones, aseguraban pequeñas rentabilidades desde su inicio. Fue justamente en ese estrato donde las discográficas independientes pudieron surgir, aprovechando los crecientes huecos que dejaba el proceso de concentración industrial. Hoy, sin embargo, ese floreciente sector, con grupos cada vez más experimentados y que exhiben lenguajes de mayor calidad, apenas tiene sitio en una industria que ha reducido enormemente la clase de productos ofrecidos. Y es una tendencia general en la cultura. Así, en el sector cinematográfico, la reducción de la diversidad ha alcanzado también a muchos directores consagrados, caso de Michael Moore o Gus Van Sant, que probablemente nunca vean estrenadas aquí sus últimas películas.

La explicación más habitual de las transformaciones suele señalar a las descargas p2p como causantes de un mal irreparable. ¿Cómo distribuir largometrajes o editar discos que incluso antes de su estreno están ya en Internet? Y sin embargo, y a pesar de ello, cada vez se estrenan más películas, se editan más discos, hay más conciertos y el número de salas cinematográficas ha alcanzado cotas impensables décadas atrás. En consecuencia, haríamos bien en reparar, mucho más que en las causas exteriores, en los modos en que la industria ha reaccionado ante los cambios, ya que han sido las certezas con que el propio campo aborda su oficio, las nuevas reglas de juego de que se ha dotado y las formas operativas que cree válidas las que han configurado el mercado de productos culturales en su expresión presente. Y en gran medida, ha sido esa sensación de que deben desenvolverse en un mundo inestable y saturado el punto de anclaje utilizado para justificar esos cambios; ha sido la sensación de estar continuamente en riesgo a causa de un mundo imprevisible y cambiante la que ha transformado el sector.

El lago del cisne negro

La industria cultural opera en un entorno especialmente frágil, en el que no hay garantías últimas del éxito o fracaso de un producto ni factores legibles que permitan una certeza absoluta. La más pequeña apuesta puede lograr la más alta rentabilidad y a la inversa, especialmente si estamos hablando de productos nuevos. Pretender canalizar conforme a nuestros intereses ese caudal de incertidumbre es una tarea inútil, en especial porque el conocimiento adquirido no sirve para determinar el camino de apuestas futuras; lo ocurrido en un momento concreto con un producto determinado no es íntegramente aplicable a otros contextos y a otros bienes; nos puede servir de orientación, pero sólo hasta cierto punto.

Por eso, el sector empresarial de la cultura pretendió encontrar en la estructura esa seguridad que le negaba un funcionamiento demasiado azaroso. En tanto no podía conocer si sus productos aisladamente considerados gustarían al público, el único modo de asegurar cierta continuidad en los ingresos consistía en ocupar el mejor lugar estructural, lo que garantizaba hacer visibles los artículos que ofertaba. Es así que las diferentes empresas se tomaron muy en serio la forja de posiciones dominantes y el control de la cadena, tanto en lo referido a la distribución de sus productos como a los medios de publicitarlos.

Existían, no obstante, otra clase de mediaciones no relacionadas con la competición estructural, las de los expertos. En el ámbito del libro, la figura del editor debía acumular esa clase de características que permitían desenvolverse con soltura a través de entornos inestables. El editor ideal lo era por su especial conocimiento del oficio, es decir, por su capacidad para leer los tiempos y ver qué temas eran los más demandados, por su intuición a la hora de realizar nuevas apuestas y por su habilidad a la hora de mejorar el material que le entregaban. Además, el editor debía reconocer cuándo estaba ante un buen libro o ante un gran autor, siendo parte de su tarea darles el tiempo y el espacio necesarios para que el público les encontrase. Por lo tanto, el experto lo era a causa de un conocimiento racional y prudente al que acompañaba de las dosis necesarias de intuición, factores que le hacían reconocer cuándo debía arriesgarse y cuándo dar marcha atrás. En definitiva, lo que se buscaba en un buen editor era un saber hacer que permitiría desenvolverse con éxito en estos entornos oscuros.

Pero eso era hasta que surgieron los Cisnes Negros , es decir, hasta que supimos que el mundo era por completo imprevisible. Creíamos vivir en comunidades racionales que podían enfrentarse con éxito al caos (de la naturaleza o del mercado) gracias al conocimiento de los especialistas. Y, de repente, esos mismos expertos afirman lo contrario, que la falta de certeza y la inestabilidad quedan definidas como características presentes en toda acción social y que estamos de continuo expuestos al desorden, a la fractalidad, al azar. En consecuencia, que cuando tratamos de entender y describir lo que ocurre, nos encontramos con la recurrente irrupción de una realidad inesperada (y a veces traumática) que acaba por alterar los supuestos de análisis en los que nos apoyábamos.

Según nos cuenta Nicholas Taleb, son los acontecimientos inesperados los que dan forma a nuestra sociedad, porque prácticamente casi ningún descubrimiento científico o técnico ha surgido del diseño y de la planificación. Ha sido, más bien, la acción sorprendente del azar la que nos condujo a esos hallazgos excepcionales. Y estamos ante un esquema que rige también (y especialmente) para el ámbito mercantil. Así, los emprendedores, (lo que a fin de cuentas son todos quienes participan en el mundo de los productos culturales) no confían en la efectividad de un plan de ruta diseñado al milímetro, sino que el secreto de su éxito consiste en estar bien agazapados a la espera de esas oportunidades que han de agarrarse al vuelo. En otras palabras, no podemos saber cuándo un libro (o una película, un disco, etc.) se convertirá en un éxito porque es el puro azar el que determina el resultado final; que el texto posea gran calidad, que trate algún tema socialmente interesante o que se pretenda rompedor, por citar algunas de las antiguas seguridades, son bazas marginales. Lo esencial está en otra parte, y esa es justo de la que no se puede hablar porque nos resulta por completo desconocida. Así, que nuestros expertos (editores, caza talentos, etc.) se pasen la vida tratando de anticipar los acontecimientos, ya sea descubriendo nuevos talentos o tratando de que los textos tengan la mayor calidad posible, es incurrir en un gran fraude intelectual porque, según Taleb, lo único cierto es que ya no podemos predecir correctamente. Pero entonces, ¿para qué sirve un experto? ¿Para qué sirve un editor?

Los nuevos lectores

Lo interesante en la propuesta de Taleb no es tanto la descripción que hace de nuestras sociedades, aplicando la retórica posmoderna al ámbito de la ciencia y al de la inversión económica, cuanto las soluciones que ofrece. Imprevisibilidad y experto siempre han ido de la mano, en general para reforzar la importancia de los segundos: cuanto menos despejados se nos aparezcan los caminos por los que debemos transitar, más recurrimos a quienes nos pueden ayudar a dar los pasos correctos. De modo que cuando se resalta la imposibilidad de conocer el futuro, no se está abogando por suprimir las acciones de previsión sino por modificar las bases desde las que se actúa, tratando de adecuar los modelos de acción a estas sociedades de lo azaroso.

Porque lo que nos dice Taleb, que el conocimiento racional no nos ayudará en absoluto en la tarea predictiva, no significa que seamos meros receptores pasivos ante ese mundo ilegible, que sólo podamos sentarnos a esperar acontecimientos. Más al contrario, de lo que se trata es de adoptar otras formas de actuación. Puede que exista una producción excesiva y una competición feroz, que no podamos saber qué es lo que le va a gustar al lector ni qué autores serán apreciados en el futuro, pero eso no implica que no podamos llevar a cabo acciones estratégicas.

En ese sentido, la primera regla que deben tener en cuenta quienes pretenden operar correctamente en el nuevo mundo es que no quizá no sepamos que es lo que puede funcionar, pero sí que podemos estar seguros de lo que no funcionará. Por algún motivo, la información y el conocimiento no nos pueden alertar respecto de lo que tendrá éxito, pero sí de aquello que está excluido de toda posibilidad de triunfo.
Y, sin duda, en este contexto de novedades constantes, la forma de reacción errónea por excelencia es la que se aferra a las seguridades del pasado. Las antiguas certezas son, para los gestores contemporáneos, el virus a combatir. Así, pretender que el mundo de la edición posee especificidades que le separan del resto de consumos es lo que nos lleva a fabricar productos aburridos, intelectualizados y áridos que alejan a los lectores del acto de compra.

Y es que el público no quiere que le miren por encima del hombro, dicen los expertos del nuevo mundo. Al igual que los políticos ya no tratan de educar y concienciar a su electorado sino que se definen como simples gestores de las demandas ajenas, ofreciéndose como quienes pueden dar la mejor respuesta a necesidades cotidianas, el editor ya no debe dedicarse a formar ni a descubrir nuevos caminos: su función es sólo dar al público lo que quiere. Y el lector mayoritario, afirman, busca exclusivamente aquello que le hace pasar un buen rato o que le resulta útil. No está interesado en lo abstracto, en lo complejo o en lo que requiere esfuerzo para ser asimilado. Los productos que se ofertan, por tanto, deben ser simples y claros, sus argumentos sencillos y directos y el tono general debe ponerse a la altura de un lector que, asegura Lipovetsky, es “flexible y nómada, volátil y transfronterizo, ecléctico y fragmentado, zapeador e infiel”.
El editor, por tanto, no debe caer en el error de confundir los productos masivos con los especializados ni debe pretender que criterios como la calidad o la pertinencia de las reflexiones primen sobre los criterios objetivos del éxito. El editor debe acotar el terreno, excluyendo todo aquello que sabemos que no funciona, para evitar que se le escape ese lector huidizo. Porque estamos ante un público que se comporta exactamente igual que nuestros buscadores de pareja por Internet:

“-Cuando examina perfiles que pueden interesarle, ¿cómo decide ponerse en contacto con alguien? Por ejemplo, cuando una de las mujeres cuyo perfil ve es atractiva pero no tiene exactamente el tipo de profesión o educación que a usted le gustaría, ¿qué hace? ¿Se pone en contacto con ella?
-No. Como dije antes, hay muchas opciones, infinitas opciones, mmm… ¿Para qué molestarse? Sólo me pongo en contacto con aquellas que responden exactamente a lo que quiero”.

En definitiva, ese lector infiel actúa como frontera del riesgo. Lo que supone una inversión notable de los parámetros de actuación. Durante buena parte del siglo XX, la empresa había pensado en términos de producto, de materia, de cadena de montaje, de gestión de stocks , de posición en la estructura y de calidad y novedad de lo ofertado. Ahora lo esencial es el cliente, dar respuesta a sus expectativas, saber lo que quiere y ponérselo a disposición justo en el momento en que lo precisa. El modelo antiguo pensaba que una oferta adecuada terminaría encontrando su demanda; el actual cree en lo contrario, en públicos nómadas de deseos precisos. Y el factor diferencial, según esta tendencia, es el timing: gana quien da a la gente lo que demanda justo en el momento en que lo pide.

Qué hacer

Álex de la Iglesia:“La gente piensa que hacer cine es tener una idea y llevarla a la pantalla. Pero, en realidad, hacer cine es tener una idea y encontrarte con una cantidad tan brutal de problemas que hacen imposible llevarla a la pantalla. Por ejemplo, tienes algo claro en el papel y te dicen que no se puede hacer porque no hay dinero. A cambio, te ofrecen otra cosa que altera por completo la geografía de la secuencia. Y tienes que conseguir que encaje y que además te guste. Ese es el momento en que empiezas de verdad a dirigir”.

El comercio cultural fue el precedente de las nuevas formas de management. No sólo porque la crítica artista contuviese en sí el nuevo espíritu del capitalismo o porque el management sea definido como una nuevo modo de arte, sino porque era el referente que mejor se adecuaba a este entorno del caos creativo. El mundo de los productos culturales era lo contrario de lo racional, formal y seguro. Era un entorno que había de desenvolverse entre riesgos continuos e intuiciones elevadas, lo que le hacía especialmente atractivo frente a esas burocracias racionalizadoras e intelectuales que predominaron en los tiempos del welfarismo y que pretendían en vano dominar el azar.

Por eso, como afirmaba Álex de la Iglesia, el secreto del éxito no estaba en oponerse a lo imprevisible, tratando de domesticarlo y reducirlo a coordenadas manejables, sino en saber extraer de él nuestra fuerza. Según la industria, también la editorial, debemos actuar del mismo modo que un director de cine: en lugar de intentar que todo responda fielmente a lo escrito en el guión, hemos de ser lo suficientemente ágiles e intuitivos para aprovechar los cambios a los que el azar nos exponga. Quien mejor sepa navegar por esos caminos inesperados y quien sepa sacar de ellos el mayor rendimiento, será quien triunfe.

Pero ese camino tiene reglas paradójicas: los entonos azarosos obligan a extremar la racionalidad de los planteamientos. Según Nicholas Taleb, la clave para navegar por ellos está en ser muy agresivo cuando se puede quedar expuesto a Cisnes Negros positivos (a grandes éxitos), mientras que se ha de ser conservador si las consecuencias pueden causar graves problemas. Si alguien quiere invertir en Bolsa, Taleb le recomienda que en lugar de colocar el dinero en inversiones de riesgo medio, apueste por instrumentos lo más seguros posible, caso de las Letras del Tesoro, a los que ha de destinarse hasta el 90% de la cartera. El resto iría a parar a apuestas especulativas que prometan elevada rentabilidad. Así, apenas se corren riesgos con la mayor parte del capital y si hay suerte se aumenta la rentabilidad con las inversiones más atrevidas. Tales consejos no están muy lejos de lo que se hace en la industria cultural, donde las inversiones de riesgo medio han desaparecido casi por completo del panorama: “Hollywood es un lugar lleno de gente aterrada. Pero es menos aterrador producir una película de cincuenta millones que una de diez. Con cincuenta millones se pueden pagar grandes estrellas y efectos especiales, se sabe que hará recaudación, aunque sólo sea la del mercado de vídeo. Con una película de diez millones sin estrella, se corre el riesgo de perderlo todo”.

El contexto en que los operadores del comercio cultural sitúan sus reflexiones, las características con las que dibujan el terreno desde el que han de operar (competencia masiva, saturación de la oferta, concentración de la distribución, creciente importancia de la publicidad) y sus límites (un lector que busca claridad y pragmatismo, y que es por esencia cambiante e infiel), así como las elevadas exigencias en cuanto a los beneficios anuales que ha de arrojar la actividad , les han llevado a percibirse en un suelo de riesgo continuo, lo que ha solidificado los instrumentos con que tienden a hacerles frente. Es por eso que, al intentar correr los menores riesgos posibles, tienden a crear las condiciones que hacen que ese mismo riesgo, consustancial a la oferta cultural, y no sólo producto de una época, se incremente.
Entre otros factores porque, al coincidir los operadores mayoritarios en la necesidad de fabricar productos de probada comercialidad, saturan el mercado de bienes indiferenciados. Asimismo, la mayoría de obras que fracasan cuentan con un lenguaje asequible, con argumentos entretenidos y con características funcionales, las exigidas por las convicciones de la industria. Y la única apuesta que les ofrece algo de seguridad, aquella que ha demostrado repetidamente su valía, también implica un riesgo adicional, en la medida en que, sabiendo de su posición ventajosa, los autores de éxito probado exigen grandes adelantos (como hacen, en otros terrenos, las estrellas de cine, los futbolistas famosos, etc.) que terminan poniendo en duda la rentabilidad que decían asegurar.

En este mundo de lo fluido, la actuación real de los expertos ha consistido en repetir las apuestas comerciales más conservadoras, sólo que acelerando sus tiempos. Al igual que los programas televisivos, cada vez de peor calidad, desaparecen rápidamente de emisión si no consiguen la rentabilidad esperada, los libros de difusión masiva, cada vez más banales, son retirados rápidamente de los puntos de venta si no alcanzan resultados inmediatos. Quizá por eso haya sectores que estén viviendo del fondo de catálogo. Y probablemente también sea ese suelo el que explique lso motivos por los que apenas aparecen nombres nuevos en las listas. La gran ventaja de este modo de gestión, su habilidad para rentabilizar al máximo los productos que triunfan, también acaba por generar inmovilidad en el mercado, ya que son los mismos autores y los mismos libros los que copan un año tras otro las listas de ventas . Así ocurre en la generalidad del comercio cultural. Las últimas estrellas del rock, Nirvana, datan de 1994, y deben su encumbramiento a la muerte de Kurt Cobain, su cantante. Y la única banda que está cobrando hoy un estatus similar, Radiohead, es conocida por haber editado su último disco gratis (a cambio de la voluntad) en Internet.

Los nuevos conservadores

“¿Cómo se inicia una conversación con un hombre si todo lo que éste escribe es que quiere una mujer que sea “amable, inteligente, graciosa, considerada, romántica, sexy y atlética”? Bueno, supongo que podría decirse “Hola, soy amable, inteligente, graciosa, considerada, romántica, sexy y atlética. Creo que formamos una pareja perfecta”. No lo creo”.

Imaginemos que queremos encontrar pareja a través de Internet. Lo primero que conocerán de nosotros será una foto y una descripción de nuestras características. Sin duda, reducir toda una personalidad a una simple imagen y a unas pocas palabras es altamente simplista. Además, quien lee esas autodefiniciones, sabe que, habida cuenta de la competencia, suelen ser un tanto publicitarias, exageraciones de rasgos existentes con las que se intenta captar la atención del internauta. Pero como para alcanzar la segunda fase hemos de aprobar ese examen a primera lectura, unos y otros aceptan esa ficción reduccionista y tratan de extraer de ella el máximo de información o atención posibles.

Lo que nos aconsejan nuestros expertos, tanto si queremos conseguir pareja como vender un libro, es que, ya que disponemos de poco tiempo para captar la atención de los demás, tratemos de adecuar nuestras ofertas a los productos que más éxito obtienen. Si queremos que llamen a nuestra puerta, haríamos bien en realizar una tarea de construcción que acerque nuestras cualidades a las genéricamente mejor consideradas. Así, todos sabemos que si una mujer es físicamente atractiva, atraerá a numerosos pretendientes, mientras que definirse como “simpática” o “cariñosa” será entendido como un mero subterfugio para disfrazar que carece de belleza. Algo similar ocurre con los libros, donde sólo una clase de descripciones son vistas como adecuadas para operar en un mundo de competencia casi infinita. Si en las relaciones de pareja son las cualidades que excitan el deseo y no las que se apoyan en lo afectivo las que funcionan, en la cultura son las que prometen entretenimiento y no las que promueven el placer intelectual las que se tienen por válidas.

Pero este mundo pragmático esconde una mentalidad peculiar. En primera instancia, si preguntamos a quienes operan en el sector, nos dirán que ellos no imponen las normas ya que su capacidad de influencia es prácticamente nula. Que se limitan a operar funcionarialmente en un contexto ya dado, en el que apenas pueden introducir variaciones y donde deben aprovechar al máximo sus bazas. Y ello a pesar de las enormes dificultades con que se encuentran: deben atraer la atención de un lector muy exigente, al que se le somete a un continuo bombardeo de productos, que tiene muy claro lo que quiere y que, además, suele ser muy pragmático en sus elecciones. Además, la saturación obliga a la rápida circulación de los artículos por los puntos de venta; los medios de comunicación especializados apenas pueden recoger una pequeña fracción de lo que se produce y la repercusión de sus reseñas es prácticamente inexistente; y buena parte de la compra ha pasado a ser casual, fruto de lo que el lector encuentra ojeando en las mesas de los establecimientos comerciales. Así las cosas, más vale que el libro esté preparado para esos encuentros esporádicos y, como la mujer del ejemplo, sea simpático, atractivo, atlético, gracioso y sexy.

En segundo lugar, también han variado los modos de negar validez a opciones diferentes. En el pasado se las prohibía porque atentaban contra valores comunes; hoy se las desecha porque se asegura que son ineficaces. A ningún operador de la red se le ocurre establecer una norma según la cual sólo las personas atractivas y con dinero puedan acceder a sus servicios de búsqueda de pareja; a ningún editor se le ocurre impedir que se publiquen otros libros que aquellos de lenguaje sencillo y temática de entretenimiento. Y, sin embargo, el funcionamiento real del sector cultural tiene puntos de semejanza con el resultado que produciría la vigencia de esos preceptos. La diferencia está en que, en este caso, la prohibición no viene impuesta por la voluntad de los gestores, sino porque un entorno caótico amenaza con grandes problemas si se actúa de un modo poco prudente.

Pero ese marco del riesgo en el que la voluntad de sus operadores apenas cuenta no es más que la traslación a términos posmodernos de las viejas convicciones conservadoras. Éstas, como afirma Lakoff , 28 creían en la existencia de un mundo peligroso donde el mal siempre acechaba. Por eso, la tarea de la sociedad debía ser la misma que la del padre estricto, proteger a los suyos, sostenerles en un mundo difícil y enseñarles la diferencia entre el bien y el mal. Su actividad era prescriptiva, dictando un buen número de normas que garantizaban la seguridad si eran obedecidas. En realidad, los grandes peligros con los que se enfrentaba la visión conservadora en su tarea educativa eran las tentaciones que ofrecía el placer y su correlato subjetivo, una voluntad débil; quien cumplía las leyes, respetaba las tradiciones y sabía ser racional, sin dejarse llevar por los sentimientos o los deseos, saldría triunfante de ese entorno peligroso. La tarea de la sociedad, como la del padre, era enseñar a sus hijos a ser fuertes ante la tentación, aun cuando debieran utilizarse métodos autoritarios para doblegar las naturalezas resistentes y rebeldes.

Nuestro mundo es muy similar, sólo que ha cambiado la moralidad por el pragmatismo, la obediencia por la seducción. Hoy, se nos sigue ubicando en contextos peligrosos, esta vez no como producto del mal y del pecado, sino de sociedades altamente inestables donde las oportunidades son cada vez menores y en las que el número de excluidos aumenta. En consecuencia, para salir adelante, hay que contar cada vez con más y mejores bazas personales y hay que estar mejor preparados para afrontar toda clase de cambios imprevistos. Ese exterior objetivo e inmodificable es el que nos exige una permanente actividad para construir personalidades más sólidas: si se quiere buscar pareja, hay que cuidarse para resultar atractivo; si se pretende ingresar en el mundo laboral se ha de contar con una formación que incluya posgrados, conocimiento de idiomas y buena disposición; y si lo que se hace es escribir novelas, hay que adaptarse a la funcionalidad del entretenimiento. En esta nueva visión conservadora, pues, siempre hay un otro impersonal al que se coloca como límite, ya sea la pareja imaginada, el posible empleador o ese hipotético lector que fugazmente se encuentra con el libro, siendo nuestra tarea es acumular méritos para seducirles.

Dicho de otro modo, en el pasado la exigencia emanaba de una autoridad rígida que decía tener el bien y la moral de su lado y que nos forzaba a cumplir un número elevado de normas; hoy, proviene de un exterior amenazante que nos obliga a rehacernos constantemente y ante el que no podemos pedir ayuda a nuestros expertos, que no pueden hacer otra cosa que gestionar lo dado. La autoridad contemporánea también se vería sometida por los imperativos de ese entorno caótico y azaroso.

El problema de esta visión es que no describe un contexto real, como tampoco lo era el moralmente rígido del pasado. Ciertamente, las dificultades son crecientes, y esos entornos de competición elevada y saturación productiva existen, pero eso no justifica las reacciones que provocan. En lo que se refiere al mundo del libro, los cambios en sus creencias y formas de operar, además de las transformaciones sociales, han generado un suelo mucho más exigente. Pero eso no implica que los nuevos obstáculos no puedan sortearse ni tampoco que sólo exista una forma de transitar por esos entornos peligrosos. Al lector se le puede ganar de diferentes modos, y pretender que sólo hay un camino realmente eficaz para llegar a él implica reducir notablemente las opciones. Así, a quien afirma que sólo los textos entretenidos y de escasa exigencia son susceptibles de venderse bien se le puede contestar que, más al contrario, si algo podemos tener por cierto es que cuando un libro es bueno, sus posibilidades comerciales aumentan.
En todo caso, es hora de que se subrayen también los riesgos a los que nos conducen estos sectores de convicciones rígidas inducidas por el miedo. Porque no sólo estamos afrontando una reducción significativa de la oferta, con las consecuencias desastrosas para la venta que provoca a medio plazo, sino que estamos transformando el tejido industrial de una forma lesiva para el futuro inmediato. Y además, estamos produciendo lectores que afrontan el encuentro con los libros del mismo modo que encaran sus citas las buscadoras de pareja de Eva Illouz:

“En la mayor parte de los casos no tengo expectativas y no me emociono mucho. Sé muy bien qué va a pasar”.

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