Se acerca Sant Jordi. Como cada año, el acontecimiento europeo más multitudinario, popular y festivo con el libro como protagonista absoluto. Librerías y editoriales llenarán las calles y plazas del país y, por un día, la ciudadanía se definirá por su condición lectora, comprando libros y regalándolos.
La lectura de libros es un acto extraño, peculiar y, en cierto sentido, inquietante. No es un acto natural, sino cultural. Quizás, el acto cultural por excelencia. Y la respuesta a la pregunta ¿por què leemos? tiene, seguramente, tantas respuestas como lectores. No me refiero a la lectura eventual, accidental o esporádica, aquella que no se consolida en un hábito: quien lo hace así, quizás todavía no ha descubierto la auténtica revelación que provoca siempre la lectura de un libro imprescindible, y no todos lo son, por fortuna. Por eso cuesta entender los que dicen, como excusándose, que no leen porque no tienen tiempo. En realidad, lo que se quiere decir, con ello, es que la lectura, tal como la han conocido y por lo que significa en sus vidas, no es, todavía, y quizás no lo llegue a ser nunca, un acto necesario. Me refiero, más bien, a la lectura que es capaz de ofrecer aquello que, por nosotros mismos, nunca llegaríamos a conocer o descubrir. Cuando eso ha pasado una vez, y sólo hace falta que pase una vez, ya es difícil que la lectura no sea un hábito: la persistencia en una costumbre que busca encontrar, en cada lectura, aquello que, quizás, una vez, se ha producido: la revelación de un mundo.
La lectura, en realidad, nos pone ante la vida de los otros, ante una intimidad que, si no fuera por el texto, nos sería completamente inaccesible. Pensemos, por ejemplo, en este pasaje de En el corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, «acaso el más intenso de los relatos que la imaginación humana ha labrado», como escribió el poeta Jorge Luis Borges. Se trata del momento en que el narrador habla de Kurtz, a quien ha buscado durante toda la novela y al cual, finalmente, encuentra, pocos momentos antes de morir: «En aquel momento, estaba vivo delante de mí, vivo como siempre había sido, una sombra insaciable de espléndidas apariencias, de espantosas realidades; una sombra más oscura que la sombra de la noche, y noblemente envuelta con el manto de una sensacional elocuencia».
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