Ir a comprar un libro tiene algo de caza incruenta. El coto o la sabana de una librería nos sumergen en un tiempo sin relojes en el que, ensimismados y ávidos, seleccionamos piezas, sacamos volúmenes de las estanterías o cogemos alguno de los libros apilados en las mesas de novedades. En las librerías ralentizamos nuestros movimientos, como si nos rodasen a cámara lenta, pues nos desenvolvemos con la sensación de estar en un espacio sagrado en el que hablar alto merece miradas de reconvención. Antes de que sea nuestro, ojeamos el argumento, la biografía del escritor en la solapa —si no lo conocemos— y leemos la primera página. Esto es la prueba del nueve. Si el primer párrafo es un relámpago y los siguientes tienen cadencia y nos impelen a continuar leyendo, lo compramos. A la buchaca. Ya tenemos botín.
Sentados en casa, antes de la vista recurrimos a otros sentidos para posesionarnos de él. El olfato y el tacto. Olemos el papel y la tinta con los ojos cerrados, pasamos con lentitud las yemas de los dedos por sus hojas para calibrar la calidad del papel, y sonreímos. Esta exploración sensorial es especialmente gustosa si el papel de las guardas es de buen gramaje, tiene un color vistoso o reproduce un mapa o una imagen alusiva al contenido.
A veces me gusta decirles a mis alumnos: «Seamos lógicos, empecemos por el final». Por eso, si el libro dispone de nota del autor —o agradecimientos—, comienzo la lectura siempre por ahí, pues suele estar en las últimas páginas. Es mi debilidad. Esto no desvela nada importante de la trama y me hago una idea, en los libros de historia o en las novelas históricas, de quienes de variada manera han colaborado en la conformación del libro, de los lugares que ha visitado el autor para documentarse y de las ligazones sentimentales que éste mantiene con algunas personas. Hillary Mantel, en los agradecimientos de su novela Una reina en el estrado (Destino, 2013), al referirse con gratitud a su marido, da en el clavo al decir de él «que ha compartido una casa con tanta gente invisible», en alusión a los personajes imaginarios o muertos hace siglos que copan la mente de los escritores y que conviven con ellos día y noche durante la escritura.
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