“Heredar de gente que no está muerta” (Pasado y futuro de los derechos de autor) | Trama Editorial

“Heredar de gente que no está muerta” (Pasado y futuro de los derechos de autor)


                                                                                                                      Por Gabriela Torregrosa

«Se dice en los vestíbulos del teatro que no es digno de autores pleitear por vil interés, ellos que presumen de aspirar a la gloria. Es verdad que la gloria es atrayente, pero se olvida que, para gozar de ella durante tan sólo un año, la naturaleza nos condena a cenar trescientas sesenta y cinco veces.»Beaumarchais, «Compte rendu de l’affaire des auteurs dramatiques et des comédiens français», en Oeuvres complètes, Paris, Léopold Collin Libraire, 1809. Tome VI

La Ley de Propiedad Intelectual, tal y como hoy la conocemos, tiene los días contados. En el largo camino recorrido desde la promulgación del Estatuto de la Reina Ana de 1710 (Copyright Act 1710) hasta las leyes, convenios y tratados (nacionales e internacionales) que gobiernan esta República de las Letras ¿2.0? que es la nuestra, muchos han sido los autores que han puesto su pluma al servicio de la reivindicación de los derechos de autor. Escritores como Beaumarchais, Balzac, Victor Hugo, Alexandre Dumas, Zola o George Sand, por citar sólo algunos ejemplos, fueron militantes apasionados en esta batalla por el reconocimiento de los derechos de autor, especialmente efervescente durante todo el siglo xix. Los textos en los que dejaron plasmadas dichas reivindicaciones son en la mayoría de los casos obras literarias a parte entera, por su ingenio y elocuencia, divertidos o curiosos también muchos de ellos, en su exquisito cinismo, en su mordiente ironía o en su desenfrenado maniqueísmo egomaníaco. En su detalle, al fin, del acontecer cotidiano.
En un momento de la historia en que conceptos esenciales de la Ley de Propiedad Intelectual tales como autoría, préstamo, explotación, uso… están llamados a ser revisados y redefinidos, quizá no sería descabellado echar un vistazo atrás en el tiempo y ver cómo se gestaron las leyes que gobiernan los derechos de autor, de qué inquietudes, de qué exigencias, de qué autores nacieron estos derechos.
Célebre (y larga) fue la querella que enfrentó a Beaumarchais con la Comédie française:
      [E]l amor de la justicia y de las letras me hizo en fin tomar la determinación de exigir personalmente de los comediantes una cuenta exacta y rigurosa de la parte que me correspondía por El barbero de Sevilla; en verdad, la más liviana de las producciones dramáticas; pero cualquier título es bueno cuando lo que se pretende es sólo obtener justicia.

La Comédie Française era una corporación enormemente influyente en la sociedad de la época, que gozaba además de enormes privilegios. Según los usos establecidos, los autores percibían por la representación de sus obras una novena parte de la recaudación en taquilla siempre y cuando los gastos (estipulados de una manera por lo demás arbitraria) no superasen los ingresos; por otra parte, en el caso de que los ingresos no compensasen los gastos durante dos representaciones (consecutivas o no, según los casos y la conveniencia), la Comédie se reservaba el derecho de suspender la representación. En el caso de que la obra volviese a ser representada más tarde, y a falta de un acuerdo al respecto, el autor no tenía parte en los beneficios.
      ¡Qué ecuanimidad la suya, señores! ¡¿Pero qué manía les ha dado por heredar de gente que no está muerta?!
Hay que tener en cuenta que las representaciones teatrales entonces –y esto es especialmente cierto en el caso de Beaumarchais– generaban enormes beneficios… a los actores. Los pormenores de este enfrentamiento (intercambios epistolares incluidos) están recogidos en el Informe de la querella entre los autores dramáticos y los comediantes franceses, una hilarante combinación de cinismo y diplomacia.
La obstinación de Beaumarchais se verá finalmente recompensada. Su historia se encuentra estrechamente ligada a la historia de la gestación del droit d’auteur de tradición europea –continental–, muy distinta en su esencia del modelo del copyright anglosajón que se centra en el derecho de copia. Así se desarrollaron los acontecimientos:
      La abolición de los privilegios votada en la noche del 4 de agosto de 1789 lleva a la desaparición de los privilegios de autor y de librería. Durante casi un año y medio los autores no se benefician de protección alguna.
      Una vez efectuada esta tabla rasa, el periodo revolucionario procede a la refundación del derecho de autor sobre diferentes bases. A partir de entonces, el derecho reconocido de los autores sobre sus obras ya no emana de un privilegio acordado por el poder real, sino de un derecho natural emparentado con el derecho de propiedad, consagrado este último como «inviolable y sagrado» por la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
      Las leyes del 13-19 de enero de 1791 ponen término al combate llevado a cabo por Beaumarchais y consagran el derecho de representación de los dramaturgos. Supone la primera traducción de un derecho de autor que contempla a un tiempo una dimensión moral y una dimensión patrimonial. Esta consagración es solo indirecta. La ley de 1791 es sobre todo un texto sobre los «espectáculos» que comienza por establecer, en el artículo dos, que «las obras de autores muertos después de cinco años o más son una propiedad pública», antes de reconocer a los autores y sus derechohabientes un derecho exclusivo sobre la representación de sus obras limitado en el tiempo.
      La ley del 19 y 24 de julio de 1793 tiene por el contrario un alcance general. Plantea desde su artículo uno el principio según el cual «los autores de escritos de todo tipo, los compositores de música, los pintores y dibujantes que hagan grabar cuadros o dibujos, disfrutarán durante toda su vida del derecho exclusivo para vender, hacer vender, distribuir sus obras en el territorio de la República y ceder la propiedad de la misma total o parcialmente». Consagra pues el derecho de reproducción a los autores durante toda su vida y a sus herederos durante cinco años.
Queda patente pues que, desde sus inicios, la ley no sólo consagra el derecho de autor sino que demuestra al mismo tiempo una clara voluntad de garantizar, por su limitación en el tiempo, el acceso a la cultura al que todo ciudadano tiene derecho.
Otro de los clásicos del género es sin duda la Carta dirigida a los escritores del siglo xixe* de Balzac, fechada el 1 de noviembre de 1834 y publicada en la Revue de Paris por estas fechas. Un claro y elocuente ejemplo de las preocupaciones mayores del escritor y de sus coetáneos. Que podrían resumirse, como luego se verá en el texto, en los siguientes puntos:
piratería, escaso número de lectores, no respeto de la integridad de las obras y dominio público. ¿Les resulta familiar el cuadro?
Seguimos. En 1878, coincidiendo con la Exposición Universal de París y con el centenario de la muerte de Voltaire, la Société des Gens de Lettres organizó en París el Congreso Literario Internacional cuyo principal tema de debate giró en torno a los derechos de autor. Esta «asamblea constituyente de la literatura» buscaba establecer las bases de una legislación internacional en materia de derechos de autor. Victor Hugo abrió las sesiones del congreso.
      Señores, volvamos ahora sobre los principios: el respeto de la propiedad. Dejemos constancia de la propiedad literaria, pero, al mismo tiempo, fundemos el dominio público. Vayamos más lejos, ampliémoslo. Que la ley dé a todos los editores el derecho a publicar todos los libros tras la muerte de los autores, con la única condición de pagar a los herederos directos una pequeña tasa que no sobrepase en ningún caso el cinco o el diez por ciento del beneficio neto. Este simple sistema, que concilia la propiedad incuestionable del escritor y el derecho no menos incuestionable del dominio público, fue señalado en la comisión de 1836 por éste que ahora les habla.
Nos encontramos ante los preámbulos del Convenio de Berna para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas, firmado en 1886, que en sus puntos esenciales sigue todavía en vigor.
Las cuestiones que preocupaban a los autores del xixe no son tan ajenas a los debates actuales sobre derechos de autor. Cuestiones que habrán de resolverse más tarde o más temprano para dar cuenta de una realidad tecnológica que precisa de un nuevo modelo legislativo. Quizá sea en la frontera que va del uso a la explotación de un contenido donde se diriman los intereses de los autores y el libre acceso al conocimiento. Para ello habrá que resolver muchas cuestiones pendientes: ¿dónde termina el uso y dónde comienza la explotación de los contenidos? ¿Cuántas veces puedo prestar un libro digital?
El modelo es otro, no cabe duda, pero las principios primeros que justifican las razones últimas del derecho de autor deberían permanecer intactas, tanto en su defensa del derecho del autor sobre su obra, como en la garantía del acceso a la cultura para todos. Y no, no es baladí recordarlo.

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