Me llamo Jesús Ortiz, y en el mundo del libro se me conoce muy poco, cosa que me preocupa aproximadamente lo mismo: lo que merece la pena conocerse son mis libros.
A los 12 años escribí mi primera novela, en un cuaderno escolar, con ilustraciones del autor. No recuerdo el título, pero su protagonista se llamaba Jonás y estaba ambientada en el oeste americano. Jonás era un pacífico pescador de caña, no un pistolero. Con poco éxito de crítica y público, me enseñó que escribir es un trabajo duro: lo que a mí me gustaba era leer, algo que llevaba haciendo compulsivamente desde ocho años antes. Para entonces había devorado varias veces todos los libros de casa, los heredados de mi padre y tíos (Julio Verne, Emilio Salgari…), las Selecciones del Reader’s Digest que recibía mi madre (con meses de retraso, porque venían leídas por varias de mis tías), la entonces breve guía telefónica… De todos aquellos autores había algunos que mencionaban su relación con los editores. De ellos aprendí entonces que un editor era un sujeto que se hacía millonario gracias al talento y al trabajo de los demás, ¡qué profesión maravillosa!
A los 12 años escribí mi última novela, en un cuaderno escolar, con ilustraciones del autor. Todavía hoy me maravilla que tantísima gente se atreva a escribir novelas, habiendo tantas deslumbrantes aún por leer (¿ha leído usted La parcela de Dios, de Erskine Caldwell? Pues se publicó por primera vez hace 80 años, y ya se ha traducido dos veces al castellano. Si está pensando en escribir una novela, corra a leer esta y pregúntese si es capaz de escribir algo la mitad de bueno. Si puede responder afirmativamente, adelante: el éxito está a su alcance). Si mi afición a la escritura de novelas fue efímera, la que sentía por la prensa resultó mucho más perdurable: desde antes, y bastante tiempo después, editaba un periódico de aparición irregular, con la tecnología más avanzada de la época a la que podía aspirar un crío: un bic naranja y papel carbón que mi padre traía de la oficina. Su sentido ético no le permitía traerme de la empresa en que trabajaba más que el papel absolutamente gastado, infinidad de veces pasado por la máquina de escribir. Con eso y una terrible presión sobre el bolígrafo de punta fina conseguía «imprimir» tres ejemplares a la vez, uno azul y dos vagamente negros, tras lo cual tenía que irme a jugar a otra cosa con la mano dolorida.
Muy pocos años más tarde estaba imprimiendo panfletos con una vietnamita (magnífico artilugio que debería enseñarse en las escuelas, porque no sabemos cuándo tendremos que volver a utilizarlo), actividad que entonces podía suponerle a uno varios años de cárcel. A mí me supuso algunos de los peores días de mi vida…, solo que lo que no mata engorda y los peores ratos, dejados atrás, son una fuente extraordinaria de experiencia y conocimiento, para aprovechar los cuales basta con no dejarse amargar. Y justito después de lavarme la tinta de la vietnamita empecé a trabajar en mi primera imprenta de verdad, hace de esto apenas 38 años. De taller en taller acabé volviendo a la prensa, donde he pasado 24 años y un día.
La mayor parte de ese tiempo trabajé de noche. Trabajar de noche es una curiosa manera de adquirir experiencia, conocimiento y malos ratos, pero también le permite a uno hacer durante el día otras cosas. Entre las otras cosas que hice durante el día figura la compra de un trozo de la editorial Icaria, en 1995, que sigue siendo mío en la actualidad. El primer libro que publiqué en el sello milrazones se llama Delirios multitudinarios. A los dos meses de publicarlo quebró mi distribuidor en Cataluña, lo que ha dado lugar a una de esas situaciones propias de quien trabaja para hacerse millonario a costa del talento y el trabajo ajenos: no llegué a cobrar los ejemplares que los libreros habían pagado a mi distribuidor, pero desde entonces estoy comprando los que devuelven. Por otro lado, otro editor «plagió» el libro. En muchas librerías donde no está el mío he visto pilas de esta segunda versión.
Si tardé muchos años en abrir mi propio sello editorial fue sobre todo por falta de confianza en mis capacidades como vendedor. Todos los editores que prosperan, me parece, son excelentes vendedores. Por supuesto son más cosas… Esta tarea del editor, la de vender, es la que menos atractiva me resulta, aunque puede ser muy gratificante. Por ejemplo, hace unos pocos Liber, en Barcelona, Rosa, nuestra directora comercial, me dijo: «Ha venido una señora y te ha comprado 50 orgasmos», frase maravillosa se la entienda como se la entienda. En este caso concreto debe entenderse que la señora había comprado 50 ejemplares de La tecnología del orgasmo, un deslumbrante ensayo histórico de una filóloga estadounidense que en su versión original forma parte de una colección llamada Historia de la tecnología, de la Johns Hopkins University Press. Rosa me presentó poco después como «el editor del orgasmo» a la compradora en cuestión, que me miró de arriba abajo mientras murmuraba en tono admirado: «¡Lo que debe saber este hombre!»
Milrazones lleva publicados casi 40 títulos, de los cuales algunos se venden bien. Por ejemplo El cerebro de Buda, en ensayo, y Un poco perdido, en infantil. Se venden bien porque mucha gente se entera de que existen y va a pedirlos a las librerías, que no los tienen precisamente en el escaparate. Se venden bien porque hay gente que se empeña en estar informada y trabaja activamente para conseguirlo. Bendita gente que quiere saber, público natural de los pequeños editores, mientras que el público mayoritario, más pasivo, está cautivo del sistema de promoción y distribución del libro.
No he visto, ni de lejos, manera de hacerme millonario gracias al talento y al trabajo ajenos. Pero no lo echo de menos en absoluto. Trabajo como muchos de mis colegas: muchas más horas que en un puesto asalariado, sin jefe a quien echarle las culpas de las decisiones equivocadas, sin nada que se parezca a una nómina a final de mes. Pero, ya mayorcito, soy y hago lo que quise ser y hacer de niño. Al acabar la jornada, tras responder algún mail regateando un contrato o tras condenar a la oscuridad definitiva a una errata entrometida, camino descalzo por el suelo de madera del piso que alquilamos hace tres años por mucho menos de lo que pagábamos en Barcelona por otro menor. Mi hija ya está dormida, mi mujer probablemente me espera leyendo un libro, e invariablemente pienso: «No he sido más feliz en mi vida». Delante hay muchos libros por hacer. Y, con suerte, puede que consiga vender unos cuantos orgasmos más…
Algunas de mis opiniones pueden leerse en el blog de milrazones. La entrada más leída es esta , y la que a mí me gusta más esta otra ,aunque me cuesta mucho preferirlo a esta, y seguramente si esto lo hubiera escrito otro día la habría elegido.