Me llamo Julieta Lionetti
Y en el sector del libro o como mero lector se me conoce, según el cristal con que se mire, como a) una editora boutique rebotada por las fuerzas del mercado; b) una ácrata entregada al cambio digital; c) una buena analista de tendencias; d) una lectora peligrosa…
Me gusta leer porque empecé muy temprano en la vida con este hábito.
Cuando tenía doce años quería ser misionera en África.
Hoy soy evangelista del cambio digital.
Cuando me toca contarle a un extraño en una boda por qué me gusta leer o ando entre libros le digo que es de mala educación preguntar por los vicios ajenos en público.
Sin embargo, en realidad mi día a día es más bien así: leo poesía en la cocina, mientras preparo el desayuno; la prensa en la tablet mientras lo tomo; emprendo la batalla contra los emails variopintos que ya me esperan en varias bandejas de entrada; me ducho y doy un paseo por el Parc de la Ciutadella; emprendo todas las otras batallas; robo momentos para leer un libro…
Lo más raro que me ha sucedido nunca fue cuando un autor me pidió en matrimonio a mi marido.
Y lo peor fue cuando me cogió una depresión clínica al terminar de traducir de El arca de agua, de E. L. Doctorow.
Aún más, si te dedicas a lo mío la gente no dejará de tocarte las narices con que eres un inútil.
He perdido el entusiasmo por lo que hago cuando me he enfrentado a la irracionalidad inhumana de las grandes corporaciones.
Sin embargo, lo mejor de mi trabajo, sin duda, es lograr que los lectores lean lo mismo que yo.
El mejor día que recuerdo en el trabajo fue cuando le dieron el Pulitzer a Michael Cunningham por Las horas. Tenía el contrato firmado en el primer cajón del escritorio. No lo había enviado a la agente porque había problemas de tesorería para hacerse cargo del anticipo. Y la agente, una señora del copón, me respetó los términos anteriores al premio, cuando nadie daba nada por el autor.
Cuando quiero tomarme un descanso me dedico a leer la Ilíada. Es como darle a reiniciar al ordenador.
Así es como veo el futuro de mi profesión: más creativo que nunca, con las viejas fronteras de márketing y editorial borradas para siempre. Ya nunca se habrá terminado de editar un libro. La tarea del editor será darle nueva visibilidad cada 90, 120 días, para siempre.
Eso sí, si un día logro jubilarme querré pasar el tiempo que me queda fingiendo que no me he jubilado.
El último libro que he leído ha sido Canadá, de Richard Ford.
Y lo conseguí en la tienda de Nook.
Y el primero que recuerdo que leí fue Alicia en el país de las maravillas. Me lo regaló mi padre cuando cumplí cinco años y me dio tanto, tanto miedo que pasé la noche en vela para terminarlo, pues temía que si lo dejaba, los personajes se soltarían de las páginas e invadirían mi habitación. La luz de la madrugada me trajo cierto sosiego.
En mi mesilla tengo ahora para leer: en el Nook, que uso para la ficción contemporánea, varias cosas que empecé y no me han convencido. Entre ellas, Perdida, de Gillian Flynn. En la aplicación Kindle para la tablet Android, que uso para lecturas profesionales, Let’s Get Digital, de David Gaughran. En libro, Uno, nessuno e centomilla, de Pirandello.
Me gustaría añadir que me ha tocado vivir el final de muchas cosas: de los barrios como lugar de socialización y aprendizaje; del tabaco como signo de sofisticación; del cine como arte; del colmado como sitio privilegiado de abastecimiento. Que todos esos finales dieron lugar a nuevos comienzos a los que debí adaptarme. Ahora me toca el final de la edición tal y como la conocemos desde 1930. Y esta vez, en lugar de adaptarme, he decidido ser protagonista del nuevo comienzo.
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