Kepa Osoro. Un estado de ánimo | Trama Editorial

Kepa Osoro. Un estado de ánimo

Kepa_Osoro


Me llamo Kepa Osoro Iturbe
Y en el sector del libro o como mero lector se me conoce como aprendiz de todo, experto en nada… aunque algo sé de bibliotecas, promoción de lectura, comprensión lectora, Literatura Infantil y Juvenil y formación de formadores.
Me gusta leer porque una vez descubierta la magia y la pasión, el misterio y la riqueza infinita que pueden anidar en los libros, ¿cómo ser tan estúpido de no beber de ellos con fruición, humildad y adicción? Lo difícil a veces es llegar a tener esa experiencia con la lectura por culpa de experiencia escolares, familiares o vitales negativas construidas alrededor de los libros por mediadores aniquiladores de pasiones.
Cuando tenía doce años quería ser psiquiatrainfantil.
Hoy soy espectador y actor de la lectura del mundo y los libros, que mira las estrellas, la luna, los sonidos, los aromas, los silencios, las caricias, los besos, la noche y las sirenas con los ojos de un niño que curiosea apasionado e inquieto tras una ventana, tras la ventana que se abre ante él en forma del libro del mundo.
Cuando me toca contarle a un extraño en una boda por qué me gusta leer o ando entre libros le digo que las pasiones de mi vida están entrelazadas por el amor: María, mi esposa, y la lectura; sin una ni otra me imagino transitar ni un solo día, ambas me embelesan, me obligan delicadamente a ser mejor persona, alivian mi corazón cuando está encogido por la pena, lo llenan de chispeantes experiencias cuando les doy la mano, retan a mi inteligencia, mis sentidos y mis deseos para ser mejor amante, mejor amigo, mejor lector; ambas extraen lo mejor de mí mismo al impedirme acomodarme en la mediocridad, en la autocomplacencia.
Sin embargo, en realidad mi día a día es más bien así: un ir y venir entre el silencio y la palabra, entre la soledad y la conversación, entre la búsqueda y el sosiego, entre el desbocado examen del mundo para desenmascarar todas las riquezas que esconde a pesar de la mediocridad que nos rodea y la apasionada obsesión por compartir mis descubrimientos.
Lo más raro que me ha sucedido nunca fue cuando con unas cuantas décadas a las espaldas descubrí que no era yo quien caminaba mis zapatos y que estaba dibujando un itinerario que no era el mío. Detuve el tiempo, buceé en mí mismo, me hice las preguntas adecuadas, busqué la luz y la comencé a alojar en el rincón más cálido de mi alma el 1 de noviembre de 2001, mientras paseaba de la mano de María por la playa de la Concha de Donosti.
Y lo peor cuando Los baños de Inca se llevaron a David, mi hijo mayor, mi confidente, mi poeta de cabecera, mi continuo acicate, mi señuelo para aprender, estímulo para investigar, para reflexionar, para buscar apasionadamente el mejor camino para llegar a él, para descubrir el itinerario más despejado para acercarle mi palabra, mi consejo, mi aliento, mi desacuerdo, mi ternura, mis propios miedos e incertidumbres. Ambos fuimos creciendo a medida que nos acercábamos y contrastábamos nuestra forma de mirar la vida; la confianza, la honestidad, la ausencia de tapujos y poses, la entrega total al otro… fueron posibles porque nos amamos desde el respeto, desde el vehemente deseo de enriquecer al otro no con regalos materiales sino con la entrega generosa del más preciado de nuestros dones: nosotros mismos.
Aún más, si te dedicas a lo mío la gente no dejará de tocarte las narices con la palabrería hueca de quien habla de pasión por la lectura y por la importancia de las bibliotecas y no es capaz de leer más que el prospecto del Viagra o la revista porno de turno y no pisa un centro público de lectura ni borracho de aguardiente y orujo.
He perdido el entusiasmo por lo que hago cuando… va a ser que no. Nunca he perdido la pasión por mi trabajo, por mis anhelos, por mis sueños, porque si dejara de sentir que el corazón se desboca con solo asomarme a una librería, una biblioteca, una escuela, un corrillo de docentes, padres, bibliotecarios, libreros, editores, autores dispuestos a conversar sobre la lectura, si se apagara levemente mi entusiasmo dejaría de ser yo y dirigiría mis pasos hacia las estrellas.
Sin embargo, lo mejor de mi trabajo, sin duda, es tener la oportunidad de seguir aprendiendo día a día de la mano de tantas personas, antes sobre todo niños y jóvenes, que me permiten seguir creciendo a su lado y tener que ingeniármelas para regalarles lo mejor de mí mismo.
El mejor día que recuerdo en el trabajo fue cuando mi hijo Jon llegó un día a casa, todo contento porque la maestra –una compañera de la escuela en la que yo crecía aprendiendo y enseñando- les había pedido que leyeran en casa a sus padres y grabaran en un casete la lectura para llevarla a la escuela al día siguiente y escucharla con los compañeros. ¡Teníais que haber visto a Jon leyendo con toda ilusión y esfuerzo a pesar de que estaba tan afónico que la voz apenas lograba asomar por el borde de sus labios! Sentí tanta emoción de que deseara leer para su maestra y sus compañeros que nunca se me olvidará.
Cuando quiero tomarme un descanso me dedico a contemplar la luna si es de noche o a cerrar los ojos si el sol acompaña y recordar todos los dones que la vida me regala cada día y que hacen que mi existencia sea luminosa. Eso me ayuda a ser más humilde y a relativizar las piedritas que a veces se cuelan en mis zapatos.
Así es como veo el futuro de mi profesión lleno de contradicciones, de descubrimientos, de nuevos colores, sonidos, recursos y discursos que posiblemente cabalguen mucho más deprisa que los mediadores de lectura porque estos suelen estar demasiado ocupados en debates absurdos sobre la idoneidad de lo impreso o lo digital, sobre si hay o no que obligar a leer, sobre si adaptar o no los clásicos para acercarlos a los más jóvenes, sobre si la cultura/lectura tiene que ser gratuita, sobre los derechos de autor y la piratería… Si no ampliamos la mirada perderemos la perspectiva y corremos el riesgo de convertir la escuela, las bibliotecas y, por extensión, la cultura, en irrelevantes.
Eso sí, si un día logro jubilarme querré pasar el tiempo que me queda sintiendo el júbilo que produce sentir que trabajo y vida privada han estado, están y estarán siempre indisolublemente fusionados con el barniz exuberante del deseo, del privilegio que tienen aquellos que son felices en todos los entornos que habitan, sean laborales como privados.
El último libro que he leído ha sido El año del pensamiento mágico”, de Joan Didion, un honesto relato sobre la comprensión del dolor que produce la muerte de los que amamos.
Y lo conseguí en… con perdón, no respondo a tonterías, ¡ya estamos con los cuántos y los cuándos! ¿No sería más interesante preguntar por el `como´ lo he leído?
Y el primero que recuerdo que leí fue el libro de texto de lectura con el que nos torturaban los frailes en mi escuela bilbaína; ¡maldita su sangre, empeñados en que todos leyéramos la misma página, a la misma velocidad, con la misma entonación, con idéntico ritmo y que encima gozáramos de la magia de la palabra! ¡Con  lo torpe y tímido que era yo por entonces! ¡Incapaz de seguir el ritmo de mis compañeros, incapaz de no silabear y atrancarme, incompetente para no saltarme a otra línea, impotente ante la humillación de las lecturas en voz alta no preparadas de antemano! Eso sí, a pesar de la escuela, ahora soy un apasionado de la lectura. ¡Los caminos del señor de los libros son inescrutables, hermanos!
En mi mesilla tengo ahora para leer Cérebro e leitura, de Teresa Silveira. Y Sirenas, de Ángel González.
Me gustaría añadir que para promover la lectura sobran los artificios, los espectáculos jacarandosos, las campañas oficiales de lectura y los discursos grandilocuentes. Armados solo con la palabra, derramada en un amoroso encuentro de lectura de regazo, en una humilde sesión de lectura compartida en la que lector y oyente se dan de leer generosa y límpidamente, solo con eso, la semilla del verbo regalado anida en los corazones.
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