Por Manuel Rico.
No son pocos los foros en los que, de vez en cuando, se escucha la voz del editor. Pero suelen ser o bien foros profesionales, de gremio, o bien foros literarios en los que el editor aparece como una “rara avis” que ha de pronunciarse sobre las posibilidades de edición, sobre su experiencia editora en relación con el género que trata el foro, o como complemento de los debates y conferencias. Son, ciertamente, muchas las jornadas o cursos donde el editor aparece entre poetas o junto a críticos o narradores para expresar su opinión acerca del estado de la edición o sobre el proceso en virtud del cual un manuscrito recibido acaba en librerías. He compartido mesa y mantel con algunos de ellos en encuentros sobre poesía contemporánea, en algún curso de verano sobre narrativa, en debates sobre el peso de la literatura en el cambio de siglo.
Sin embargo, siempre he echado de menos una iniciativa que situara al editor en el centro del debate y que fuera más allá de ese tipo de jornadas y que se proyectara, de una manera regular, hacia la sociedad. Sobre todo, porque el editor, a lo largo de la historia y, de manera muy especial, durante el siglo XX (y en la década del siglo XXI que acabamos de cerrar) ha sido el elemento imprescindible para que el acto de lectura fuera una realidad. Incluso para enriquecerlo, para incorporar factores sensoriales —el diseño del libro, la caja del texto, la portada, el tamaño, el tipo de letra— al proceso lector, para aportar gozo, para acercar al lector al libro.