La muerte del editor (Echenoz y Lindon) | Trama Editorial

La muerte del editor (Echenoz y Lindon)

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por Jean-Louis Cornille
Trama & TEXTURAS nº 10
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¿La muerte de la edición? ¿El ocaso del libro? Hablemos. Pese a la irrupción de los nuevos grandes medios de comunicación, bien puede decirse que el mercado del libro en Francia nunca ha funcionado mejor desde que la importancia de la literatura se ha atenuado. Al margen del zumbido de las empresas multicolosales, si hemos de creer lo que la prensa dice, nunca ha existido mayor entendimiento entre pequeños editores y escritores nimios, o microautores más minúsculos aún, e incluso indiscernibles del todo. Unos y otros se entienden como ladrones en feria de libro. Y me contentaré para demostrarlo con un artículo estándar elegido al azar en un semanario de gran difusión, como es L’Express, donde leo esta afirmación en boca de Yves Michalon, editor de Buenos días, pereza, libro de una tal Corinne Maier: “En este caso, algunos dirán que es un milagro. Yo prefiero verlo como el fruto de nuestra tenacidad, de nuestro compromiso. Corinne llegó en el momento idóneo, respondiendo a las preocupaciones de un público muy amplio”. En pocas palabras, si la saga literaria parece continuar en nuestros días, en todo caso lo hace en un tono íntimo, muy de amigo-amiga (atención al uso del nombre propio) y por un simple juego de alusiones literarias: se da el pego con una Sagan de segunda, quien en su momento ya daba el pego como una Colette de segunda.
Igual de llamativa es la innegable feminización de los espacios de la edición, algo de lo que el autor del artículo no parece haberse percatado siquiera. Muy a la moda de nuestros días, la editora, por lo general la hija o la nieta de un gran editor ya fallecido, es una figura cada vez más en primer plano; la editora forma con el autor-estrella de la casa una asociación que invariablemente se nos presenta según el modelo de una pareja de novios. Lo refleja el pie de página que acompaña una de las fotos publicadas por L’Express: “Anne-Marie Métaillé, con Luis Sepúlveda. Gracias a El viejo que leía novelas de amor, ella demostró que era capaz de promocionar un libro a gran escala” . En la imagen, la editora y el autor se miran a los ojos, mientras con la mano izquierda ella acaricia afectuosamente el rostro barbudo. Son, con muy pocos cambios, los mismos titulares que encontramos en la prensa people (pronúnciese peep-hole), como corrobora el pie de página de esta otra fotografía también publicada por L’Express: “Anne Carrière con Paulo Coelho. Aunque él acaba de dejarla por Flammarion, Coelho ha contribuido a la consolidación financiera de la editora” . El divorcio perfecto. Otros, al contrario, nos ofrecen la imagen de una pareja que goza de una plácida felicidad y de una fidelidad conyugal a toda prueba: “Joëlle Losfeld con Michel Quint. Antes de Effroyables jardins [Los jardines de la memoria], Losfeld llevaba diez años publicando a este autor en medio de la indiferencia de los lectores”.
En cuanto el editor, hace algún tiempo que murió, o que se manifiesta exclusivamente como último ejemplar de una especie en vías de completa extinción. Es fácil comprender la angustia de cierto autor, miembro de una de las contadas editoriales de reputación literaria que aún quedan, ante el vacío dejado por la muerte de quien lo edita. Me refiero a la desaparición, en abril de 2001, de uno de los últimos mastodontes de la edición literaria, Jérôme Lindon. Su muerte causó una impresión lo bastante profunda en uno de sus protegidos como para que éste dedicara a la muerte de su editor un breve libro en el que queda expresada la perfecta circularidad del proceso de edición. El libro, publicado por Éditions de Minuit, se titula precisamente, Jérôme Lindon . El único objeto del libro, su auténtico tema podríamos decir, es la persona que lo edita, y me gustaría demostrar hasta qué extremo esta tesis está extendida.
Por más triste que pueda estar el autor, Jean Echenoz, no deja de hallar consuelo en la idea de que hay alguien dispuesto a retomar las riendas. Sí, hace algún tiempo que la hija de Lindon se incorporó al equipo para apoyarlo en su trabajo: “Su hija Irène, quien se va a hacer cargo junto a él de mi libro, quien se ocupará cada vez más de los próximos y de las demás cosas en general” (JL 24). El relevo está garantizado y el protegido a salvo, desde antes incluso de la desaparición del editor.
¿Qué retrato nos deja Echenoz de él? Nadie se sorprenderá al descubrir que la imagen que se desprende de estas páginas es la de un padre afable (un pequeño dios) al que todos se acercan con una mezcla de respeto y temor. Vemos entonces a Jérôme Lindon, cuyo hito en su trayectoria fue haber tratado de tú a tú con Beckett y con las figuras del Nouveau Roman, tratando a sus jóvenes autores de los años ochenta con una condescendencia de la que ninguno de ellos se lamenta demasiado. La intromisión de los editores en los asuntos ajenos es proverbial: es raro que un título propuesto por un autor llegue a puerto sin sufrir cambios (JL, 25). Salvo que en el caso que nos ocupa hasta el nombre del autor puede ser motivo de negociaciones y de tiras y aflojas. Jean Echenoz, por ejemplo, estuvo a punto de darse a conocer a los lectores como Alfred o Pierre: “Dígame, ¿no ha pensado nunca en utilizar otro nombre? […] Es que […] cómo podría explicarlo, hay una especie de hiato en su nombre” (JL, 15), le dijo al parecer el editor durante su primera reunión. Vamos, que a poco que se les deje intervenir, la portada entera sería cosa suya .
Y sin embargo, no encontramos la menor traza de resentimiento, todo lo contrario. Extraña relación ésta en la que entra el escritor cuando busca hacerse leer por el mayor número de personas, una relación marcada de entrada por un profundo desequilibrio: empiezas por escribir, luego esperas que te escriban. Se dice del editor que es fundamentalmente un intermediario. Situándose en el espacio que separa al autor de su público, el editor es por definición el ocupante de un umbral [seuil] (hasta el punto que Gérard Genette titularía Seuils su ensayo, naturalmente publicado en la editorial Seuil, dedicado a los fenómenos paratextuales). No nos sorprenderá entonces que Echenoz concluya su homenaje a Lindon evocando esos lugares liminares. Por ejemplo, “la escalera estrecha del inmueble, alta y delgada como él, que sube y baja a toda prisa sin cesar de cuatro en cuatro” (JL, 53). Ya la necrológica que publicó Critique (firmada por Philippe Roger) recordaba que “Jérôme Lindon era en primer lugar una inmensa silueta, un cuerpo interminable que, para asombro de todos, era capaz de moverse con enorme agilidad en el espacio reducido que ofrece la caja […] de esa escalera empinada y tortuosa” . Si se nos describe al editor como una especie de hombre-escalera, sin duda es porque su trabajo consiste en facilitar el ascenso de sus autores.
Ahora bien, esta relación tan tierna, estas efusiones, esta relación casi fusional que la prensa nos presenta, y de la que el libro de Echenoz es un característico botón de muestra, ¿ha existido siempre? Basta para convencerse de lo contrario con volver atrás unas décadas apenas. El lector quizá recuerde los insultos y denuestos que dirigía contra su gran editor ese enorme escritor, algo caído en desgracia, que era entonces Louis-Ferdinand Céline. No hay duda que esas escenas, con sus insultos y sus injurias dirigidas a Gaston Gallimard, que aparecen a menudo en su trilogía final (a partir de 1957) conforman apenas una ínfima parte de De un castillo a otro y de Rigodón. Constituyen un fenómeno excepcional, es cierto, aunque no forzosamente aislado, y desde luego todo menos secundario. Aparecían en su correspondencia primero, pero comprobada la ineficacia de la amenaza epistolar, Céline tuvo ese rapto de genio de hacer público su desacuerdo con su editor, y encima consiguió de su víctima que le publicara esas injurias (es cierto que cambiándole el nombre propio, cambio que a nadie podía engañar, Achille Brottin) .
De modo que ahí tenemos dos ejemplos de relación editorial; dos momentos extremos, también, en este reverso de la historia de la edición francesa. Podemos, no obstante, suponer que entre la fusión ideal que en nuestros días se proclama y la estrepitosa discordia que acabo de describir se escalonan todos los grados posibles de la relación entre editor y autor. Yo prefiero hablar de una “extravagante asociación” entre ellos, tomando prestada de Jean-François Lyotard esta afortunada expresión, dentro de las más logradas de Moralités Postmodernes . Resumido en pocas palabras el quid de la cuestión: “empiezas a jugar con pelotas de tenis en compañía de alguien. Y te sorprendes al observar que no parece que él esté jugando a tenis, como creías, con esas pelotas, sino que las trata más bien como si fuesen peones de ajedrez. Uno de los dos, indistintamente, protesta alegando ‘que eso no es el juego’. Hay discrepancia”. En cuanto a la moraleja que puede sacarse, se resume en una sola frase: “Creo que lo razonable es intentar descubrir el juego del otro” . De hecho, la fusión absoluta es una figura tan engañosa como la discordia total; se trataría más bien de recordar la multitud de microestrategias que ambos interlocutores ponen en práctica. No hay nunca fusión completa ni total discordia, porque si no sencillamente no habría obra. La ficción es también esta tentativa de resolver la fricción.
Volvamos a empezar: “Una niña juega sola, sin ningún fin concreto, con sus muñecas de trapo. Un escritor hace lo mismo, con su lengua de trapo” . Un editor, en cambio, juega a un juego muy distinto; lo que le preocupa y fastidia es una concreta relación de equilibrio entre la calidad de un texto y la cantidad de ejemplares que se venden. “Con sus muñecos de trapo, la niña y el escritor inventan o descubren muchas cosas”; ambos se dedican a juegos solitarios por definición. No obstante, hay que admitir que la niña que juega y el escritor ya empezaron a discutir en su fuero interno, en su intimidad, con varios interlocutores ficticios o imaginarios. Esto es lo que debemos pensar: que el editor no es solamente un interlocutor externo que espera, por así decir, al autor al volver de una curva o que la obra da con él una vez concluida. El editor está presente desde el principio, implícitamente, de manera análoga al lector, también presente de entrada en el seno de este espacio imaginario (aunque ni mucho menos del mismo modo, debido al poder de decisión que detenta el editor y que en el caso del lector existe secundariamente, al comprar el libro). No hay, por lo tanto, que esperar a la publicación del libro para que las dos instancias se pongan a hablar: ya discuten dentro del espacio del texto, antes de la edición estrictamente hablando.
De este debate me gustaría hablar, de este diálogo en sordina, que presupone un fantasma muy bien descrito por Echenoz: “Siendo joven, imaginé que un editor podía secundar a un autor, asistirlo en sus momentos de tormentos, patear el Jardín de Luxemburgo discutiendo seriamente a propósito de la razón de ser de un personaje, de la articulación entre dos capítulos y toda esta serie de cosas. Pronto comprendí, con Jérôme Lindon, que un editor tiene otras cosas que hacer, al menos él. Él siente pánico por los estados de ánimo y porque lo tomen por lo que no es, ya sea un sustituto del padre, un confesor o un terapeuta, lo detesta” (JL, 31). Visto lo cual es fácil comprender cómo pudo desarrollarse la necesidad de este diálogo interno: puede incluso que el editor, ese extraño interlocutor a ojos del autor, se revele en definitiva como destinatario último, innombrable, de su obra.
¿Qué imagen nos ofrece el autor de su editor? Muy a menudo parece no prestarle ninguna atención (salvo en su correspondencia), y sólo en muy contadas ocasiones hará de su “jefe de fynanzas” el objeto declarado de un discurso público (y entonces de manera póstuma en general, como hemos visto en el caso de Echenoz). En cambio, es como si algunos escritores hubiesen querido (especialmente durante la segunda mitad del siglo XX) componer dentro de su obra todo un espacio de doble fondo dentro del cual sería factible un auténtico diálogo con la parte “adversa”: de simple mensajero, de cartero de la obra-misiva (y su censor a veces), el editor podía verse convertido a la vez en objeto del mensaje y hasta en destinatario secretamente interpelado. A lo largo de varios libros , a través de una serie de análisis textuales extremadamente afinados (sobre un corpus, sin embargo, bastante amplio, que comprende desde Descartes a Céline, pasando por Balzac, Rimbaud, Jarry y Gide), he tratado de arrojar luz sobre esta red extremadamente tenue, y sin embargo perfectamente tangible. Mientras que al editor lo encontramos invariablemente apostado en el umbral [seuil] de la obra (protegiendo celosamente el acceso a la impresión), unas veces a la entrada, otras a la salida del libro –pero siempre resueltamente fuera del texto–, aquí se impondría un vuelco completo de perspectiva: el editor, bien a su pesar y a menudo sin saberlo, está también dentro del texto. El título del librito de Echenoz (Jérôme Lindon) ilustra, en definitiva, eso no-dicho fundamental de la máquina editorial: que un editor acaba siempre haciéndose con la portada del libro.
Este diálogo, que aquí entendemos en el sentido conflictivo y soterrado de Bajtine, se ve exacerbado en el caso de los escritores rechazados por las editoriales y obligados a recurrir a la edición a cuenta del autor. Cuando Tristan Corbière publica, por ejemplo, en Glady-éditeurs, su libro de poemas Amours jaunes por su propia cuenta, encontramos un eco en el último verso de su famoso soneto Féminin singulier, donde describe su oficio de poeta como un “oficio de mujer y de gladiateur”. En cuanto a Victor Segalen, no vacila en mandar imprimir esos pequeños monumentos funerarios que son sus Estelas, también a cuenta de autor, en los padres lazaristas en Pequín: poemas que justamente sólo tuvieron una existencia póstuma. Raymond Roussel, otro autor rechazado de las editoriales, escribió maravillosos cuentos inspirándose en la estampa del hombre cavando que hallamos en la portada de los libros que publicaba Alphonse Lemerre, del que era cliente. Ya Rimbaud, al que Lemerre no quiso, hizo una parodia de esta misma imagen cuando, en una carta famosa dirigida a Delahaye, se representó caminando a campo traviesa y laya en mano: sin obra, en otras palabras, de sobras .
Sabemos que Alfred Jarry les robó a unos alumnos del lycée de Rennes que frecuentaba en su adolescencia la intriga de Ubú Rey, para convertirla en la obra y el libro que hoy todos conocemos. Jarry consideró adecuado, sin embargo, añadir un final exclusivamente de su cosecha. Se trata de la última escena, en la que Ubú y su séquito, expulsados de Polonia, se encuentran en un barco azotado por la tempestad. El tiránico personaje quiere llegar a Francia cuanto antes, para, nos dice, hacerse nombrar “Ministro de Finanzas” (por una vez, no escribe ‘fynanzas’), en París. Pero podríamos también decir que es el manuscrito de Ubú el que lentamente se encamina hacia París (sobre el emblema de la ciudad figura, por cierto, un barco con esta divisa: fluctuat nec mergitur), en dirección al Mercure de France (cuyas iniciales coinciden casualmente con las del Ministro de Finanzas). Y si para llegar a Francia Ubú debe bordear la costa de “Germania” (y no de Alemania, fijémonos bien) es, claro está, porque el Mercure estaba entonces situado en la calle de l’Echaudé-Saint-Germain. Tres años después, el Mercure de France notificaba a Jarry que, debido a las escasas ventas de su obra, prescindían de él. Además, con Ubú encadenado, que terminaba por entonces de redactar en contrapartida a su primera obra, a Jarry le costó mucho encontrar un comprador –como atestigua, una vez más, la última escena de la obra. De nuevo nos encontramos a bordo de un barco, salvo que esta vez nadie sabe adónde se dirige, su destino queda en el aire; lo que sí es seguro es que “nos alejamos de Francia” y, a la vez, del Mercure.
Ningún escritor ocupó posición más privilegiada que André Gide. En calidad de cofundador de la NRF (con Schlumberger y Gallimard), pudo ejercer una autoridad y un control casi completos sobre la publicación de sus libros. Así parece que maniobró para que el conjunto de temas de Les Caves du Vatican [Los sótanos del Vaticano] estuviesen contenidos (o puestos en abismo) en el colofón (o “Acabado de imprimir”) que coronaría esta obra en el momento de su publicación: en efecto, en ella figuran los temas del primero de abril (y de la farsa), de Santa Catalina (y de las solteronas), de Flandes (y de los pólders), y por último del propio Vaticano (y de su basílica) que constituyen los engranajes esenciales de dicha novela. Ésta fue (cito según la edición original en dos volúmenes) “acabada de imprimir el primero de abril de mil novecientos catorce por la imprenta Sainte-Catherine, Quai Saint-Pierre, Brujas (Bélgica)”.
Durante cerca de diez años me he interesado mucho en estos fenómenos marginales que inesperadamente parecían pulular, brotando de todas partes a poco que les prestara una atención algo sostenida. Pero al no haber obtenido nunca una confirmación externa de este ritual, me vi al final, guardando todas las distancias, en la misma posición de Saussure ante la proliferación incontable de anagramas en la poesía latina, por lo que opté por abandonar la partida . Es un tema sobre el que pesa el más completo silencio. Ni una sola palabra, y no sé de ningún autor que reconozca haber practicado este tipo de conversaciones en sordina, por más que su texto lleve innegablemente las marcas. Del silencio se habla siempre en singular, como si existiese un solo tipo de silencio, cuando existen tantos como de ruidos, de todas clases, las más variadas. Del espeso silencio, del que nada tenemos que decir, al susurro, al suspiro, pasando por el cuchicheo, el murmullo inaudible y el ahogado. Y sabemos qué ruido hacen en la obra de Céline los tres puntos suspensivos. No hay mayor error que asociar al blanco de la página a esta noción de silencio. Esa es en parte la lección que se desprende de la novela que Echenoz publicó justo antes de la muerte de Jérôme Lindon, y de la redacción del libro que dedicaría a este acontecimiento, dos años después.
Con Je m’en vais [Me voy], Echenoz obtuvo en 1999 el premio Goncourt. Resumamos brevemente su argumento . Un hombre, Felix Ferrer, abandona a su mujer. Se va, sí, pero se va lejos, ya que emprende un viaje que lo lleva hasta el polo Norte. Galerista de profesión, nos enteramos de que el objetivo secreto de su viaje es localizar un barco apresado desde hace cincuenta años en el hielo y cargado con un tesoro de objetos de arte antiguo muy raros. A su regreso, le roban dichos objetos; se demuestra que uno de sus colaboradores está involucrado en el golpe. Llegarán a una solución amistosa, tras una larga persecución. De regreso a París, por las fiestas de Fin de Año, el hombre realiza una breve visita a su antiguo domicilio, en donde ya no vive su mujer. A otro nivel muy distinto, no podemos dejar de leer este texto, al regreso del viaje que se nos narra hacia los hielos del Gran Norte, como el relato perfectamente circular de las aventuras de una escritura proyectada sobre la blancura centelleante de la página, y donde el personaje se aleja de la casa-madre sólo para terminar volviendo a ella, en la penúltima página: “La casa, en cualquier caso, había cambiado un poco de aspecto. […] El buzón estaba ahora pintado de rojo, su etiqueta no llevaba ya el apellido Ferrer” (JMV, 252). Llama al timbre, descubre que viven nuevos inquilinos; le invitan a entrar, él se excusa con estas palabras: “Me tomo sólo una copa y me voy” (JMV, 253), un claro eco de las primeras palabras de la novela: “Me voy, dijo Ferrer, te dejo” (JMV, 7).
Esta casa es, nos cuenta en la narración, un “chalet”. El chalet, añade, está situado en “Issy”. Este ‘Issy’ es, por supuesto, un ‘aquí’ [ici, en francés] que sólo recuperamos después de haber ido allá, lejos, al Norte. Escribir se escribe en el sitio. Pero seguramente en ese chalet de Issy deberíamos también oír “Palissy”, la calle Bernard-Palissy tantas veces mencionada en la plaquette conmemorativa de Echenoz , y donde desde 1951 tienen su sede las Éditions de Minuit. Es posible afirmar que con Me voy, Echenoz ya empezó a escribir su homenaje al editor, antes incluso de que Lindon muriera. El mismo libro aparece así dos veces seguidas. En la novela se nos repite más de una vez que al principio sólo hay “blanco” (JMV, 163), no el de los bancos de hielo ni el de la página, sino también el de la célebre portada de Minuit. En cuanto a las palabras susceptibles de ennegrecerla, se funden como nieve entre los dedos “antes de apagarse en un susurro” (JMV, 54).
Es exactamente la misma metáfora que encontramos en exergo en el libro siguiente, la plaquette mortuoria de homenaje a Lindon, con esta cita de la Biblia, extraída del Segundo Libro de Samuel, y que se refiere a uno de los valientes del rey David: “Un día de nieve, él descendió y mató al león dentro de un foso” (2 Samuel 23, 20). Y las primeras palabras del breve homenaje de Echenoz parecen hacerse eco, evocando a la vez la blancura de las páginas: “Todo comienza un día de nieve, en la calle Fleurus de París, el 9 de enero de 1979” (JL, 9). Estas palabras iniciales tienen un eco también en las últimas del libro de homenaje, según el método ya demostrado de retorno del texto sobre sí mismo: “Esa voz se detiene una mañana gris, en una calle de Trouville, el jueves 12 de abril de 2001. Estoy a punto de hacer unas compras con Florence” (JL, 57). Un efecto más de la circularidad del relato: “un lugar denominado El León”, en la última línea del libro de homenaje, es otro eco evidente de ese león del exergo al que uno de los valientes de David fue a matar al foso. Un León que, anagramáticamente, no puede ser otro que Lindon, escrito de modo incompleto (parece una señal de respeto que elija al León y no al Dindon [pavo], que está fonéticamente más próximo): “Camino hasta que llego frente a un cartel indicador de un lugar denominado El León. Siento que estoy demasiado cansado. Decido desandar lo andado” (JL, 57). Es verdad que escribir es siempre, por definición, una aventura; además, significa creer durante cierto tiempo que es posible escapar de las trampas inextricables del editor, dejando bogar la imaginación lejos de las pequeñas preocupaciones, estrechas y mezquinas del mercado del libro; y para terminar, es volver al redil, para llevar su manuscrito bien calibrado. No hay aventura tan descabellada, incursión tan temeraria, o viaje tan intrépido que no termine zozobrando algo desastrosamente en el umbral de alguna editorial. O también: vuelvo a casa, pero “me quedo sólo un instante […] Y me voy” (JMV, 253). El texto está acabado. El libro puede debutar. Un último detalle. Desde hace unos diez años, el impresor titular de Éditions de Minuit es “Normandie Roto Impresión”: no es casual entonces que sea “por una pequeña carretera [route] de Normandía” donde encontremos al autor paseando inmediatamente después de tener noticia de la muerte de Jérôme Lindon.
Me voy transcurre en los ambientes de las galerías de arte, que no dejan de recordarnos los ambientes de la edición . Todo son contratos por firmar, negociaciones, pagos que efectuar, etc. En cuanto a las palabras que Ferrer pronuncia durante la discusión con uno de sus protegidos, que le reclama mejores condiciones, son en todo punto similares a las que Echenoz pondrá dos años después en boca de su editor: “Tú has aprovechado durante los diez años de trabajar conmigo para conocer a todo el mundo y has vendido a mis espaldas, lo sé” (JMV, 186). O también: “Le tengo horror a este tipo de situaciones […], es el peor aspecto de este oficio” (JMV, 187). En el plano profesional, la galería de Ferrer parece un calco en cada uno de sus detalles de la casa de Lindon. Encontramos los mismos problemas: “lo publico nada más para que otros editores no lo publiquen” (JMV, 50). Los mismos bruscos arrebatos: “si no estás contento, ahí tienes la puerta” (JMV, 199), que encuentra un eco en esta frase terrible que Echenoz reproduce: “Ya no forma usted parte de Éditions de Minuit” (JL, 22), lanzada al parecer por Lindon después de rechazar su segunda novela . Incluso la fase de transición en la dirección, a la que ya nos hemos referido, está prevista, cuando la muchacha a la que Ferrer ha conocido recientemente se implica cada vez más en la gestión de la galería: “Hélène aprendió rápido el oficio […] Me parece que los artistas […] prefieren tratar con ella” (JMV, 241). Es, evidentemente, un reflejo de la posición que ocupará en adelante Irène Lindon, con quien Echenoz mantiene un contacto cada vez más asiduo.
Podemos seguir cotejando ambos textos. Si el autor de la novela nos cuenta que fue en 1957 cuando el barco cargado con el tesoro se perdió en los hielos, también 1957 fue un año magnífico para Éditions de Minuit, que publicó La modificación, de Michel Butor, La celosía de Alain Robbe-Grillet, Final de partida de Samuel Beckett y El erotismo de Georges Bataille. Este barco cargado de antiguos y raros tesoros es, en otras palabras, la nave del editor. Echenoz insiste, por otro lado, en precisar que esta nave fue construida en Saint-John, en 1942… Precisamente el año en que vio la luz la primera publicación de la editorial Minuit, todavía en la clandestinidad: Le silence de la mer, de Vercors. Éste sería el principio de un palmarés impresionante, ante el cual Echenoz está lejos de sentirse indiferente. En su plaquette a la memoria de Lindon, evoca más de una vez a las stars de la casa: Robbe-Grillet, con el que coincide en cierta ocasión, pero con el que no guarda grandes afinidades y del que reconoce haber leído sólo Las gomas: por fuerza, su recuerdo es algo borroso. Su gran referencia, en cambio, es Beckett, que le inspira una admiración sin límites: “el 28 de noviembre de 1983 coincidí con Samuel Beckett” (JL, 26), leemos. Y también: “Sólo me lo cruzaré una vez más, algunos años después, en la calle Bernard-Palissy y no osé siquiera acercarme a saludarle” (JL, 26). De golpe, vemos claro por qué eligió el Segundo Libro del profeta Samuel para el exergo ya citado: la sombra de Beckett planea sobre este breve libro, y sin duda sobre la obra toda.
Dicho esto, las estrellas no escasean en la novela de Echenoz. Porque Felix Ferrer es, tanto o más que Lindon, un fabricante feliz, que “se había creado una pequeña cantera de artistas” (JMV, 24): al lado de los ‘jovencitos’, entre los cuales sin duda puede contarse el propio autor , los artistas de prestigio de los que se ocupa Ferrer son, evidentemente, ‘stars’ (JMV, 118, 216). Podemos apostar a que bajo esta denominación se esconde otra alusión a la editorial de Jérôme Lindon: me refiero a la estrella de cinco puntas que adorna las portadas blancas de los libros publicados por Éditions de Minuit [Ediciones de Medianoche]. Aunque la alusión a la portada no se detiene ahí. Leemos que, de viaje, Ferrer inicia la lectura de “una obra dedicada a la escultura inuit” (JMV, 18). Echenoz escribe ‘inuit’, obsérvese bien, y no ‘esquimal’, que ya sabemos no es demasiado correcto, políticamente. La palabra aparece una sola vez en el texto, y el contexto libresco (una ‘obra’) en que la usa está lejos de ser arbitrario. Pues, en definitiva, lo más ‘inaudito’ [inoui, en francés] no es sólo que la palabra ‘inuit’ sea la parte esencial e inmediatamente reconocible de la palabra ‘Minuit’. Una ‘Minuit’ de la que ha saltado la letra ‘M’, la misma precisamente que figura en la cubierta, blanca como la nieve, de Éditions de Minuit, pegada a esa estrella, forzosamente polar, que la adorna. Una ‘Minuit’ mallarmeana, que se vuelve insignificante además durante este periodo del año, como el texto se dobla en dos para dárnoslo a entender. En la regiones árticas, en esta época del “verano boreal” (JMV, 55) nunca es noche cerrada: “el sol ya no se pone” (JMV, 64). “Nunca se hacía de noche” (JMV, 55). Si ya no hay medianoche, al editor sólo le queda morir.

traducción de María José Furió
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