Tengo la suerte de dedicarme profesionalmente a la edición de libros. Además, y de vez en cuando, también los escribo, aunque estoy menos capacitado para ello que para llevar a cabo la propia labor de edición. Dar con nuevos autores y temas que interesen a los lectores contemporáneos, rescatar obras perdidas en un incomprensible olvido o traducir tesoros literarios que aún no se han volcado a nuestro idioma son algunas de las labores principales del editor. Pero, desde luego, no las únicas.
Por suerte o por desgracia -más bien lo primero que lo segundo, aunque es un asunto para discutir-, el complejo universo de la cultura se halla envuelto en un halo de casi majestuosidad que en ocasiones impide -sobre todo por parte del gran público- su anclado al suelo firme de los fenómenos mundanos. Y añadiría: a los más mundanos de todos. El editor ha de bregar también con el final de mes, con las temidas liquidaciones -que muchas veces no permiten más que obtener un tenue optimismo, suficiente para continuar editando a duras penas- y su trabajo, en líneas generales, se encuentra rodeado por un papeleo (contratos con distribuidores, autores y traductores, subvenciones, etc.) cuya existencia muy pocos pueden imaginar.