Los escritores, en privado y con el ego en flor, a veces se consuelan relatando sus disputas con determinados editores, a quienes acusan de arbitrariedades económicas, de traicionar alguna promesa o, simplemente, de tener el gusto conservado con naftalina y alcanfor. El libro de Thierry Discepolo no emprende ese típico vuelo rasante, entre otras cosas porque él mismo es editor –fundó el sello Agone en 1998– y sabe que el oficio de elegir, preparar e imprimir libros es algo muy serio, que además exige innumerables equilibrios.
En realidad, lo que nos propone Discepolo en este libro es una profunda reflexión sobre el destino de las editoriales y su papel como generadoras de opinión, transmisoras del saber y elevadoras de nuestra conciencia colectiva.
Es cierto que para ser editor no hay por qué ser un caballero –aunque sea de agradecer–, pero la cosa se complica cuando la editorial no luce nombre y apellidos, sino la divisa de una gran corporación industrial, con un volumen de negocio de muchos ceros.
Ahí, como habrán adivinado, dejamos de hablar de cultura y diversidad, y entran en juego las previsibles estrategias de un Monopoly multinacional en el que se intercambian tanto ambiciones como fondos de inversión.
Señala Discepolo que la mayoría de los editores «se pone con total naturalidad al servicio del programa de neutralización pacífica en la sociedad liberal de masas».
Blanco y en botella: el incremento del volumen de facturación incrementa el valor mercantil de una determinada firma editorial, pero cómo ésta forma parte de un conglomerado, hay que alegrar al accionista sumando nuevas empresas al lote, engordando a un Gargantúa que acaba siendo, a su vez, adquirido por un tercero.