–Y dice, señor, que quiere usted trabajar en el mundo del libro –dijo Gaston Gallimard en tono paternal, sin asomo de interrogación.
Hubo un breve silencio. No había duda de que esas palabras iban dirigidas a mí. Sólo había tres personas reunidas en el gran despacho de dirección de lo que, en 1941, todavía se llamaba Éditions de La NRF: mi padre, el editor Gaston Gallimard y yo. Aún tenía que digerir estas novedades. Tenía quince años. Acababa de llamarme ‘señor’. De modo que existe un mundo donde a los chicos de quince años se les llama ‘señor’. Eso era algo que debía registrar.

         Y además, ¿qué significa «trabajar en el mundo del libro»? Los libros son un mundo aparte. Un mundo de fiesta. Un mundo secreto. Supongo que cada uno de nosotros tiene el suyo, como lo tengo yo. ¿Qué podía tener en común con las breves experiencias que había podido acumular en el universo insólito del trabajo en los últimos meses, cuando abandoné definitivamente los estudios –o, mejor dicho, cuando los estudios me perdieron de vista a mí?
Había sido cajero en un establecimiento de baños populares propiedad de un familiar; chico de los recados durante varios días en una siniestra fábrica metalúrgica, más dos o tres intentos de los que ni me acuerdo, qué sé yo.
          Nada convincente, para nadie. Pero estábamos en guerra, mejor dicho, durante la Ocupación. Penuria para la mayoría de los franceses. Yo no estudiaba; por lo tanto, debía trabajar. La necesidad obliga. Busquemos algo. Y eso hicimos.
 

A falta de algo mejor y porque yo era un lector impenitente, a mi padre se le ocurrió ponerse en contacto con el editor Gaston Gallimard, al que en su condición de periodista cultivado conocía un poco. Y ahí estábamos.

Asentí cortésmente sin saber qué decir. Gaston Gallimard se apresuró a añadir que, precisamente, había quedado vacante un puesto de aprendiz de vendedor en su librería del bulevar Raspail. Estamos a finales de 1941, de manera que empezará en los primeros días de 1942. Hasta la vista, señor.