«Por otra parte, mi motor esencial -denominado «instinto vital»- debe encontrarse en muy mal estado, puesto que sin estar enfermo prefiero la muerte a una existencia en la que, como ocurre en casi todas las existencias, tendría que enfrentarme a cotidianas cargas, preocupaciones y privaciones.»
Henri Philippe Benjamin Roorda van Eysinga es uno de los ejemplos que aduciríamos aquellos que pensamos que se puede llegar al suicidio no únicamente desde la tristeza y la desesperación -una especie de suicidioreactivo-, sino también desde la alegría y, paradójicamente, las ganas de vivir, como si el disfrute total de la vida incluyera, inseparablemente, la posibilidad de ponerle fin de forma voluntaria. No serían ni el hastío ni el pesimismo, por tanto, los únicos estados anímicos que desembocarían con la muerte por propia mano, sino que también la alegría y el optimismo podrían ser caminos igual de válidos: para apoyar esa afirmación, Mi suicidio (Mon suicide, 1925), sería la prueba concluyente.
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