“Deseo que su firma siga publicándome, y, si aceptan publicar el libro, estaría encantado de aceptar los términos que me permitieron antes; esto es, ustedes reciben la totalidad de las ganancias y a mí me concedes veinte ejemplares para su distribución entre los amigos”.
Así escribió Edgar Allan Poe, el 13 de agosto de 1842, a la casa editora Lee & Blanchard. La cual contestó: “Lamentamos mucho decirle que el estado de los negocios es tal que nos da pocos incentivos para nuevos compromisos… Permítanos asegurarle que lo lamentamos tanto por usted como por nosotros y que nos complacería mucho promover sus puntos de vista en relación con la publicación”.
Cinco años más tarde, en 1846, Poe le escribió a Mr. E. H. Duychnick: “Tengo razones particulares para desear tener otro libro publicado antes del primero de marzo, ¿cree usted posible hacerlo por mí? ¿No aceptaría Mr. Wiley darme, digamos 5 dólares en total por los derechos de la colección que le estoy enviando?”
Medido con las ganancias de los escritores contemporáneos, resulta claro que Poe recibió poco o nada por los cuentos que escribió. En el otoño de 1900 una de las copias existentes de su Tamerlán y otros poemas, se vendió por 2050 dólares. Una suma tal vez más grande de la que recibió en vida por la venta de todos sus libros, cuentos y poemas.
Poe fue, por un lado, más pobremente gratificado que el más mediocre de sus contemporáneos, mientras que, por otra parte, provocó un efecto más poderoso que la mayoría de ellos y alcanzó una fama brillante y duradera. Cooke, en una carta a Poe, dice:
“Leí La verdad sobre el caso Valdemar mientras yacía en un escondrijo de cazador de pavos, cubierto hasta los ojos con el abrigo, y sin ningún titubeo lo proclamo el más condenado, verosímil, horrible, perturbador, ingenioso capítulo de ficción que ninguna mente haya concebido o que manos hayan tocado nunca. ¡El gelatinoso, viscoso sonido de la voz del hombre! Jamás hubo antes una idea semejante. Ese cuento me aterrorizó en pleno día, armado con una escopeta de doble cañón. ¿Qué hubiera logrado a medianoche en alguna vieja casona fantasmal en medio del campo?
En tus cuentos siempre hay algo que mucho después de haberlos leído me persigue. Los dientes de Berenice, los ojos de Morella, el rojo resplandor de los ojos de la Casa Usher, la porosidad de las cuadernas en El manuscrito encontrado en una botella, las gotas cayendo en la copa de vino de Ligeia, etc. Siempre hay algo de esta especie que se queda pegado a la mente, a la mía por lo menos”.
Por esos días, Elisabeth Barret Browing, en ese entonces Miss Barret, le escribió a Poe:
“Su cuervo ha causado sensación, ‘horror absoluto’, aquí en Inglaterra… He sabido de personas obsesionadas por el Nunca más, y una conocida mía que tiene la mala suerte de poseer un ‘busto de Palas’ no soporta su vista en el ocaso… luego hay un cuento suyo sobre el mesmerismo… que ha iniciado su recorrido por los periódicos, que nos arroja a los más ‘atemorizantes trastornos’, y nos llena de dudas horrible sobre ‘si puede ser verdad’, como dicen los niños en los cuentos de fantasmas. Lo único indudable en el cuento en cuestión es el poder del escritor, y su facultad para que horrible improbabilidades parezcan cercanas y familiares”.
Aunque sus cuentos arrojaran a la gente a ‘los más atemorizantes trastornos’ y aterrorizara en pleno día a los hombres recostados en escondrijos de cazadores de pavos y aunque sus cuentos fueran leídos, podríamos decir, universalmente, al mismo tiempo aparecía un sentimiento contra ellos que los condenaba por repulsivos e ilegibles. El público leía los cuentos de Poe, pero Poe no estaba en sintonía con ese público. Cuando el público se dirigía a él por boca de los editores de las revistas no lo hacía en términos dudosos; y él, ambiciosamente rebelde, soñaba con su propia revista –no las ñoñas publicaciones llenas de pinturas despreciables, platillos de moda, música y cuentos de amor, sino una revista que hablara de las cosas por lo que son y que contara un cuento porque fuera un cuento y no un batiburrillo para que el público pudiera decir que le gustaba.
James E. Heatch, a propósito de La caída de la casa Usher, le escribe:
Él [White, el editor del Southern Literary Messenger] duda que los lectores se sientan atraídos por los lectores de la Escuela Alemana aunque están escritos con gran fuerza y habilidad, y yo, te lo confieso, me siento fuertemente inclinado a coincidir con él. Dudo mucho que los cuentos de lo terrible, salvaje e improbable puedan ser permanentemente populares en este país. Me parece que Charles Dickens le ha dado el golpe final a los cuentos de estas características.
Sin embargo el escritor de esos días, que escribió cuentos populares y gozó de ventas rápidas y cheques gordos, está muerto y olvidado, y sus cuentos con él, mientras que Poe y sus cuentos siguen vivos. En cierta forma, este aspecto de la vida de Poe es un enredo paradójico. Los editores no querían comprar sus cuentos ni el público leerlos, pero fueron leídos universalmente, discutidos y recordados, e hicieron su ronda por las publicaciones extranjeras. Poe obtuvo poco con ellos, pero desde entonces han producido una gran cantidad de dinero y su venta sigue siendo extensa y sostenida. En la época en la que aparecieron se creyó que nunca se harían populares en EE.UU, pero sus ventas constantes, ediciones completas, y qué sé yo, que continúan apareciendo, dan fe de una popularidad que, por decir lo menos, ha perdurado. El sombrío y terrible La caída de la casa Usher, Ligeia, El gato negro, El tonel del amontillado, Berenice, El pozo y el péndulo y La máscara de la muerte roja, son leídos en la actualidad con un ansia tan grande como siempre. Es vedad, sobre todo, en lo que se refiere a la joven generación, la cual en ocasiones coloca el sello de su aprobación en cosas que los viejos leyeron, aprobaron y, finalmente, censuraron y condenaron.
No obstante las condiciones que prevalecieron en su tiempo prevalecen inexorablemente hasta la fecha. Ningún editor que se respete, con un ojo en la lista de suscriptores, puede ser sobornado o forzado a admitir un cuento trágico en su revista, mientras que el público lector, cuando tropieza con ese tipo de cuentos –y se las arregla para tropezar con ellos de algún modo-, dice que no le interesan.
Una persona lee un cuento de ese tipo, lo deja con un estremecimiento, y dice: “Me puso los pelos de punta. No quiero volver a leer nunca nada parecido”. Pero él, o ella, volverá a leer algo parecido otra y otra y otra vez. Hable con cualquier persona promedio del público lector y encontrará que ha leído todos, o casi todos, los cuentos horribles y espantosos que se han escrito. Sudará frío también, expresará su disgusto por tales cuentos, y luego procederá a hablar de ellos con un entendimiento e intensidad que resulta tan notable como sorprendente.
Al considerar que muchos condenan estos cuentos y siguen leyéndolos (como es ampliamente demostrado por la experiencia y por la venta de libros como los de Poe), la pregunta surge: ¿es honesta la gente cuando se estremece y dice que no le interesa lo terrible, lo espantoso, lo trágico? ¿Realmente no le gusta sentir miedo? ¿O tiene miedo de que le guste sentir miedo?
En las raíces de la raza está el miedo. Fue la emoción dominante en el mundo primitivo, y por ello permanece como la emoción más fuertemente arraigada. Sin embargo, en el mundo primitivo, la gente no era compleja, aún no tenía conciencia de sí misma, y se deleitaba abiertamente con las religiones y los cuentos inspirados en el terror. ¿Es verdad que la gente compleja, consciente, de hoy en día no se deleita con las cosas que inspiran terror? ¿O la verdad es que se avergüenza de revelar ese gusto?
¿Qué es lo que lleva a los muchachos a las casas encantadas al caer la tarde, los impulsa a arrojarles piedras y a huir después con el corazón latiendo con tal estrépito que ahoga al de sus pisadas? ¿Qué es lo que atrapa a los niños forzándolos a escuchar relatos de fantasmas que los sumergen en un éxtasis de miedo y los obligan a pedir más y más? ¿Es algo siniestro? ¿Una cosa que el instinto dice que el insano y malvado mientras que el deseo lo pasa por alto? O, de nuevo, ¿qué es lo que induce al corazón al latir desbocado y apresura los pasos del hombre o la mujer que transita un largo, oscuro pasillo o sube una escalera azotada por el viento? ¿Es el despertar del salvaje en él?, ¿del salvaje que está dormido, pero no muerto, desde la época en la que el pueblo del río se apretujaba acuclillado en torno al fuego o el pueblo del árbol se reunía en la oscuridad para platicar?
Sea lo que sea, bueno o malo, es real. Es algo que Poe despertaba en nosotros, asustándonos en pleno día y arrojándonos a “atemorizantes trastornos”. Es raro que un adulto temeroso de la oscuridad lo confiese. No parece propio tenerle miedo a la oscuridad porque le avergüenza. Tal vez la gente piense que es inconveniente deleitarse con cuentos que provocan miedo y terror. Podría sentir instintivamente que es malo y perjudicial despertar tales emociones y por ello niega su gusto por tales historias.
La gran emoción despertada por Dickens, como Mr. Brooks Adams ha señalado, fue el miedo, de la misma forma que el valor fue la emoción explotada por Scout. La nobleza militante parecía poseer un exceso de valor y responder más rápidamente a los asuntos de valentía. Por otro lado, la naciente burguesía, el tímido comerciante y los habitantes de las ciudades, recién salidos de la mano de hierro y los robos de sus señores, parecía poseer un exceso de miedo y responder con mayor ligereza a las cosas temibles. Por ello devoran ansiosamente los escritos de Dickens, pues fue su portavoz característico, así como Scout fue el portavoz de la vieja y desfalleciente nobleza.
Pero, desde los días de Dickens, si hemos de juzgar por la actitud editorial y por el dictum del público lector, un cambio ha tenido lugar. En la época de Dickens a la burguesía, como nueva clase dominante aunque recientemente surgida, la perseguía el miedo, como a la niñera negra, varias generaciones después de África, la atemoriza el vudú. Hoy pareciera que esta misma burguesía, firmemente establecida y triunfante, se avergüenza de su antiguo terror, que recuerda vagamente como si de una pesadilla se tratase. Cuando el miedo la seguía, nada el gustaba más que lo que le provocaba miedo; pero hace mucho que ha desaparecido el miedo, sin acoso y sin amenaza se ha vuelto temerosa del miedo. Lo cual quiere decir que la burguesía se ha hecho consciente, en forma muy parecida al esclavo negro liberado que, consciente del estigma ligado a “negro”, se hace llamar hombre de color, aunque en lo profundo de su corazón se sienta Níger todavía. Así, la burguesía puede sentir de forma apagada y misteriosa el estigma ligado al miedo de sus tiempos de cobardía, y, consciente de sí misma, señalar como impropias todas las cosas que provocan miedo, mientras en lo profundo de su ser se deleita aún con ellas.
Todo lo anterior fue un intento provisional de explicar algo del temperamento psicológico del público lector. Pero los hechos permanecen. El público teme los cuentos que provocan temor aunque hipócritamente continúe disfrutándolos. La reciente colección de cuentos de W.W. Jacobs, The lady of the barge, contiene las inimitables historias humorísticas de costumbre, más algunos cuentos de terror. Una docena de amigos coincidieron en que La pata del mono era el cuento que más los había impresionado. Ahora bien, La pata del mono es un perfecto cuento de terror como cualquiera de su clase. Luego, sin excepción, después del debido estremecimiento y rechazo, procedieron a discutirlo con un calor y un conocimiento que demostraba que las extrañas sensaciones que había despertado en ellos eran, en cualquier caso, sensaciones placenteras.
Hace mucho, Ambrose Bierce publicó sus Cuentos de soldados y civiles, un libro atiborrado, de principio a fin, de horror y terror inmitigables. Un editor que se atreviese a publicar uno de tales cuentos estaría cometiendo un suicidio financiero y profesional; y sin embargo, año tras año, la gente sigue hablando de Cuentos de soldados y civiles, mientras los libros sanos, optimistas, con finales felices, son olvidados con la misma rapidez con la que dejaron las prensas.
Con la irreflexión de la juventud, antes de que hubiera comenzado a transitar caminos más sobrios, Mr. W.C. Morrow fue culpable de The ape, the idiot, and other people, en el que se encuentran algunos de los más espantosos cuentos de terror del idioma inglés. Su reputación fue instantánea, después de lo cual recibió metas para su arte, abjuró de lo terrible y espantoso y escribió libros totalmente diferentes. Pero la gente no recuerda esos libros con la misma facilidad que el primero, pues dice que no le gustan los cuentos al estilo The ape, the idiot, and other people.
De dos colecciones de cuentos publicadas recientemente, cada una de las cuales contiene un cuento de terror, nueve de cada diez reseñistas seleccionaron el cuento de terror como el merecedor de mayores elogios. Después de hacerlo, cinco de cada nueve procedieron a condenarlo. She, de Rider Haggard, que está lleno de espantoso terror, fue popular durante mucho tiempo, mientras que El extraño caso de Dr. Jeckyll y Mr. Hyde gozó de un gran éxito y colocó a R. L. Stevenson en primer plano.
Dejando al margen el cuento de terror, ¿puede cualquier historia ser realmente grande si su tema no es trágico o terrible? ¿Pueden los dulces lugares comunes de la vida convertirse en algo más que dulces cuentos sobre lugares comunes?
Pareciera no serlo. El poder y grandeza de los grandes cuentos del mundo literario parecen depender de lo trágico y lo terrible. Ni la mitad de ellos tratan del amor; y cuando lo hacen, obtienen su grandeza no del amor sino de lo trágico y terrible que el amor involucra.
En esta clase puede colocarse Without Benedit of clergy, de R. Kipling, absolutamente típico. El amor de John Holden por Ameera, precario y ajeno a las castas, es memorable por la trágica muerta de Tota y Ameera, la borradura final de los hechos vividos y el regreso de John Holden a su clase. El esfuerzo y la tensión son necesarios para reflejar las profundidades de la naturaleza humana, mas no hay ni esfuerzo ni tensión en los dulces, optimistas y plácidos eventos felices. Las grandes cosas sólo pueden hacerse bajo una gran provocación y no hay nada realmente provocador en la dulce y plácida rutina de la existencia. Romeo y Julieta no serían recordados si sus vidas hubiesen transcurrido sin contratiempos; tampoco Abelardo y Eloísa. Tristán e Isolda, Paolo y Francesca.
Pero la mayoría de los grandes cuentos no tienen que ver con el amor. A lodging for the night, de Stevenson, por ejemplo, uno de los cuentos más redondos y perfectos jamás contados, no sólo no tiene el menor indicio de amor sino tampoco el menor indicio de un personaje que nos interese conocer en vida. Comenzando con el asesinato de Thevenin, la huida por las calles en la horrenda noche, el robo a la mujerzuela muerta en el pórtico, y finalizando con el viejo lord de Brisetotu, que no es asesinado porque posee siete piezas de plata en lugar de diez. El cuento no contiene nada que no sea terrible y repulsivo. Es lo horroroso lo que lo hace grande. El duelo verbal en la casa desierta entre Villon y el débil lord de Brisetout no sería un cuento si el esfuerzo y la tensión se eliminaran y los dos hombres se colocaran vis à vis con una veintena de criados a espaldas del viejo lord.
La grandeza de La caída de la casa Usher depende de todo lo que tiene de terrible, y no hay más amor ahí del que hay en El collar o El trozo de cuerda de Guy de Moupassant, o en El hombre que fue y Baa, baa, black sheep de Kipling. El último es la más lastimosa de todas las tragedias: la de un niño.
Los editores de las revistas tienen muy buenas razones para negarse a admitir lo terrible y lo trágico. Sus lectores siempre dicen que no les gusta lo terrible y lo trágico, y eso basta. Pero sus lectores mienten o se engañan a sí mismos al creer que dicen la verdad, o aceptamos que la gente que compra las revistas no es la que lee los cuentos de Poe.
Bajo tales circunstancias, y al haber una demanda probada por lo terrible y lo trágico, ¿no habría lugar en el apretujado espacio de las publicaciones para una revista dedicada primariamente a lo terrible y lo trágico? ¿Una revista como la que Poe soñaba, en la cual no hubiera nada ñoño, amarillista o emasculado y que imprimiera cuentos que fueran una apuesta por el lugar y la permanencia antes que por la amplitud de su circulación?
Frente a ello, dos cosas parecen ciertas: que un número suficiente del público lector sería bastante honesto como para suscribirse; y que los escritores serían capaces de proporcionar las historias. La única razón por la que no se escriben tales historias hoy es porque no existen publicaciones que las compren, mientras que el escritor típico está ocupado produciendo el efímero material que las revistan le compran. Lo lamentable es que el escritor escriba primero por pan y después por la gloria; y que su nivel de vida suba tan rápido como se acrecienta su capacidad para ganarse el pan –de modo que nunca llegará a la gloria-. Lo efímero florece y los grandes cuentos permanecen sin escribirse…
Earle Labor, The portable Jack London, Penguin Books, USA, 1994
Traducción de Ezequiel Valderrábano