Una de las mayores ventajas de viajar en tren es que nos brinda un rato propicio a la relajación y a olvidarnos del resto del mundo (o así era, al menos, antes del advenimiento de los móviles). Mientras nos hallamos en tránsito, ni aquí ni allí, cómodamente arrellanados en nuestra butaca, podemos decidir en qué vamos a emplear ese espacio de tiempo vacío: dormitar, admirar el paisaje, hacer crucigramas o sumirnos en la lectura. Diríase que la alternativa de darle palique a los otros viajeros, ese recurso tan utilizado en las novelas, ha caído en desuso, junto con la tradicional fiambrera y chorizo del pueblo que ya nadie lleva consigo. Es más, ahora que tantas de nuestras ciudades están unidas por cómodos y raudos AVE, corremos el riesgo de llegar a nuestro destino sin haber podido terminar el crucigrama.
Antes de la era del ferrocarril -un par de fechas para que se sitúen: en Gran Bretaña, la primera línea regular de pasajeros, entre Liverpool y Manchester, se inauguró en 1830; en España, el primer trayecto en tren (Barcelona-Mataró) se realizó en 1848- tanto confort era impensable. Los coches de caballos, las diligencias o las tartanas, el transporte terrestre más habitual, transitaban por caminos irregulares y, a menudo, en muy mal estado, de modo que los sufridos viajeros, zarandeados durante todo el trayecto, se conformaban con no llegar del todo molidos. Por supuesto, nada de leer durante el viaje, el bamboleo lo hacía inviable. El ferrocarril, pues, abrió nuevos horizontes.
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Elena Rius es autora de El síndrome del lector publicado en la colección Tipos móviles.
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