Dentro de la exótica tribu que acampa en las habitaciones de Biancamano, Natalia Ginzburg representa el papel de la tía que se entera de todo sin necesidad de levantar la mirada del cesto de costura. También ella, como Calvino, había tenido que defender su espacio vital ante unos padres con demasiado carácter y unos hermanos con demasiado protagonismo. También ella había optado por la posición apartada del testigo secundario, del observador silencioso. Si es verdad que la escritura es la revancha de los niños inteligentes que han recibido pocas satisfacciones, Natalia hizo de ella un utensilio práctico y sobrio, como esos cazos, cucharones y tenedores que cuelgan en las chimeneas de las cocinas de antaño: presencias fraternales y a la vez solemnes y totémicas.
Menuda pero fuerte; con zapatos de tacón bajo y ropa gris, del mismo color que su melena corta, espesa y dura; los ojos oscuros sondeando el entorno con miradas rápidas y febriles, como una serpiente con su lengua. Su rostro, con rasgos ligeramente orientales, tiene la expresión ensimismada de una pariente femenina de Buda; muy de vez en cuando se abre en una sonrisa fugaz, replegada sobre sí misma y a la que nunca se abandona, pues las sonrisas son un bien precioso reservado para las ocasiones especiales. El uniforme de la seriedad le otorga el aspecto sobrio y firmemente determinado de una voluntaria del ejército de salvación.
La voz baja, velada por los muchos cigarrillos, puede ser tan insistente como la del niño que, por instinto, es consciente de la fuerza de sus argumentos y no piensa ceder. La calma, su disposición a escuchar y observar, no la desvían ni un milímetro de las decisiones que ha tomado y a las que permanece fiel a pesar de cualquier posible halago, adulación o presión. Cada objeción refuerza su idea de estar en lo cierto.
Le gusta vivir en la penumbra de la madriguera, en el lugar protegido donde se crían los cachorros, pero con la mirada vuelta hacia fuera, hacia la luz que desciende desde la entrada de la cueva, dividida entre el placer de la regresión y el gusto por el desafío. Dispone de antenas especialmente aptas para captar el fluido que emana de la fisicidad de la vida doméstica: las comidas en compañía, las pequeñas costumbres, el instinto que permite reconocer los unos a los otros. El olor de la casa. El olor de las camas deshechas, los baños matutinos y las salsas que, socarronas, hierven a fuego lento en las cazuelas de la cocina. Decía Garboli: «Natalia sería capaz de componer un soneto con el llanto de un recién nacido o el ruido de las zapatillas de una criada».
La anciana criada de los Abruzos que se encarga de su casa de Roma, en la plaza Campo Marzio (desde la que se ven los tejados; situada a un paso de los centros de poder, pero, al mismo tiempo, a una distancia sideral de ellos; icono de un siglo xx burgués, digno e inmóvil), se parece a su señora. Es una campesina de Silone, encogida por el paso de los años, seca como un sarmiento, silenciosamente ritual, eficiente y protectora. Su apego a la familia lo expresaba en la cocción exacta de la pasta, en el uso de la cantidad justa de mantequilla para dar sabor a la carne y las verduras, en el orden riguroso con el que ponía la mesa que estaba al lado de la ventana.
De esas madrigueras a las que tanto cariño tenía, Natalia fue arrancada por la fuerza varias veces. De Palermo, de Turín, de Roma. De Londres, no; Londres nunca la entusiasmó. Incluso el confinamiento de 1940 a 1943 en Pizzoli, en los Abruzos, con Leone y los tres niños, se acabó convirtiendo en una madriguera.Estando allí, para comunicarse con la editorial, recurría a pseudónimos. La primera novela la firmó con el nombre de Alessandra Tornimparte. Le gustaba lo de tener muchas identidades, y todas aparentemente humildes, insignificantes.
«Querida Señora –le escribió el Editor el 11 de agosto de 1943–: ¿está dispuesta a traducir para mi editorial los dos volúmenes de La prisionera y La fugitiva de M. Proust? Como el manuscrito no lo necesito hasta 1946, me basta por el momento con su compromiso. Entretanto, me alegraría recibir noticias de Por el camino de Swann, que le encargué en 1938. El contrato que he cerrado con Gallimard me exige publicarlo en breve y quisiera mandarlo a imprenta antes de finales de año.»
En Pizzoli, a su lado, Leone no paraba de leer, traducir, aconsejar, elogiar, criticar, enfadarse. Seguía con mucha atención el trabajo de la editorial que avanzaba entre las llamas que abrazaban el mundo, y que era el único lugar en el que imaginaba un futuro posible. La sentía como suya, sufría con la idea de que otros pudieran sacarla adelante en su ausencia, que se pudieran desatender algunos de sus proyectos y poner en marcha otros.
Firmaba las cartas como «profesor Leone Ginzburg», como si semejante rango fuera a intimidar a las filas de usurpadores.Con poco más de treinta años, Natalia se quedó viuda. La guerra había terminado, pero ella se sentía encerrada en una prisión «de hielo y tinieblas», sin ninguna gana de participar en las exaltaciones colectivas de aquel renacimiento. Tal vez por eso no «vio» el libro de Primo Levi. Por un gesto instintivo de defensa, porque el pasado seguía siendo una herida insoportable.
«Intentemos no odiar a los alemanes cuando todo haya acabado », había dicho Leone.
«No mentir y no tolerar que los otros mientan: es el único bien que nos ha dejado la guerra», había dicho Natalia.
«Un desgarro que sigue sin suturar», diría muchos años después el Editor hablando de la muerte de Leone.
Natalia había cursado la primaria en casa, porque su padre, el célebre patólogo Giuseppe Levi, quería evitar a su hija el contagio de enfermedades infecciosas. Soñadora y obstinada de niña, a los ocho años había escrito una comedia que ya era un collage de frases familiares. Con trece leía ávidamente a Chéjov y Moravia. Incluso había tenido el atrevimiento de escribir a Croce para pedirle su opinión acerca de algunas páginas que había escrito. Aquel Croce que en verano frecuentaba los jardines de Biella parecía un oso bueno.
Leone procedía de una familia rusa de Odesa, de origen judío, pero desde 1913 residía en Turín. El grupo de amigos del instituto D’Azeglio alcanzó la plena madurez en su casa, cerca de la avenida Francia. El verdadero fundador de la editorial fue él, unos pocos años mayor que el Editor. De un editor tenía las cualidades fundamentales: valentía para decir que no, capacidad de planificación y una curiosidad por los demás que no evitaba el cotilleo más frívolo (y es que a veces la verdad se esconde en los hechos más triviales de la actualidad). En 1935, tras la redada que sufrió buena parte de la intelectualidad antifascista, lo condenaron a dos años de cárcel que pasó en Civitavecchia. Volvió más fuerte y determinado, con un gabán demasiado corto y un sombrero raído puesto de lado sobre su mata de pelo, que formaba como un turbante desordenado por el viento. En su caso, como en el de Foa o Mila, parecía que la cárcel fascista hubiera sido tan solo un relajado curso de perfeccionamiento después de la licenciatura.
Leone tenía una cabeza «burlona y misteriosa». Leone lo sabía todo, por eso lo llamaban «Agencia Tass». Le apasionaba la política, pero también la poesía, la filología y la historia. Fue él quien sugirió al Editor contactar con Montale, en Florencia: así nacieron Las ocasiones. Fue él quien trajo a la editorial aquel erizo llamado Pavese. Adriano Olivetti, marido de Paola, la hermana de Natalia, el utopista que vivía en un futuro maravillosamente progresivo, le había pronosticado un gran destino. El hecho de que él y Natalia terminarían casándose les parecía a ambos una obviedad sobre la que no hacía falta gastar demasiadas palabras.
«Escribe unos cuentos deliciosos», se limitó a explicar Leone al Editor.
Natalia y Pavese, dos personas completamente distintas. Pavese teme (anhela) el oscuro mundo femenino, sus misterios subterráneos, su perturbadora fisiología. En los diarios reprocha a Natalia «tener siempre el corazón en la mano –el corazón músculo–, el parto, la menstruación, las viejecitas». La llama despectivamente «buey almizclero». Natalia lo vive como si fuese uno de tantos personajes masculinos –inquietos, irresolutos y un tanto patéticos– que pueblan esas historias suyas de naufragios sentimentales que nunca tienen un porqué. Podría incluso entender sus motivos, pero no soporta su tendencia centralizadora. Conoce demasiado bien sus fragilidades de hombre como para dejarse dominar. Esa tímida muchacha que solo un año antes se había presentado en las oficinas romanas de la editorial declarando que no sabía escribir a máquina, y que no conocía más que un poco de francés, ya ha aprendido a rebelarse.
En mayo de 1945, el Editor puso en marcha un ambicioso y arriesgado experimento: una casa editorial dividida en tres, con la dirección editorial en Roma (donde envió a Pavese), la dirección comercial y administrativa en Milán, y la dirección técnica en Turín. Hubo complicaciones organizativas, peleas, conflictos y sarcasmos. Los de Turín reprochaban a los romanos cierto descuido y desorden, su escasa propensión al trabajo, y a los milaneses sus injerencias (aquel Vittorini que no pensaba en nada más que en su Politecnico…). Se peleaban hasta por un título. ¿Cómo traducir To Have and Have Not de Hemingway? «Natalia, Venturi, Mila; Balbo ausente; hay, por tanto, una mayoría aplastante a favor de Avere e non avere. Solo una sucia maniobra de la sede de Milán podría alterar el resultado del referéndum», se leeen el diario de secretaría del 20 de abril de 1946. Una alternativa mucho mejor que el «ridículo» Avere e no que alguien (¿Vittorini?) había sugerido. Días después interviene también «Ciccino» Balbo: «La Dirección General hará lo que le dé la gana, pero al menos el 80 % de los lectores y del público potencial se reirá a carcajadas».
El 15 de agosto de 1946, mientras veraneaba en Valtournanche, Natalia escribe a Pavese que su carta, «de lo más antipática y desagradable», ha llegado hasta allí: «No tengo ningún problema con la centralización. Lo tengo con esta historia de las cartas. Vuelvo a decir que si tenemos que mostraros todas las cartas que escribimos antes de enviarlas, se nos quitarán las ganas de escribirlas y, encima, se perderá muchísimo tiempo. Aun así, si este es vuestro deseo, lo haremos».
«Tu carta es estúpida porque das la impresión de pensar que todos queremos convertirnos en directivos; en realidad, nadie más que yo –y Mila, creo– aspira a la función de limpiaretretes. Que no se te olvide. Además, incluso para hacer de limpiaretretes es necesario un mínimo de autonomía: encontrar por uno mismo los trapos necesarios y los cubos de agua caliente, y limpiar en paz el propio retrete. De este modo, puede que se cometan pequeños errores de vez en cuando, pero al menos se consigue trabajar. Haciendo como decís vosotros, tal vez no se cometan errores, pero es imposible trabajar. ¿Queda claro?»
«La carta de Giulio es mucho más inteligente, humana y persuasiva que la tuya. Tengo intención de contestarle con calma desde Turín, de explicarle con calma a qué me refería.»
Años después, Natalia se puso a escribir teatro. Aprovechando que una de sus comedias estaba a punto de estrenarse, el Editor le propuso publicarla y le mandó un contrato tipo, uno de esos que reservan para la editorial el 50 % de los llamados derechos subsidiarios, incluyendo, por tanto, los derivados de representaciones teatrales. La tímida muchacha volvió a enfadarse, como si le estuvieran robando. Le escribió a Bollati que no veía razón alguna para regalarle la mitad de los derechos de una de suscomedias a «ese caballero tan arreglado y bien vestido, que vive en Turín, trabaja de editor y no escribe comedias». Natalia sabía cómo hacer daño: «No me había dado cuenta de que me tenía por una idiota. Antes era un noble ladrón, ahora recoge colillas. Era Arsenio Lupin, ahora es el Jorobado del Quarticciolo».
Bollati le contestó que, quizá, se podía estar de acuerdo en calificar de error aquel gesto del Editor, consecuencia de la «conocida teoría que sitúa siempre el libro (Einaudi) en el centro del mundo y considera periferia todo lo demás, incluido el teatro (pero también los hospitales, las iglesias, las academias científicas, los museos, la cría de perros, los bosques, las carreteras y las guarderías) ». Calificó al Editor de «jeque», «divo del cine mudo» e «ídolo caído». Anticipó que «al final del tercer acto se darían explicaciones y abrazos».
Y así volvió a ocurrir aquella vez.
Natalia había heredado del humor judío el gusto por la autocaricatura. Se pintaba más inútil y torpe y despistada de lo que realmente era. Afirmaba que no sabía y no entendía de nada, pero luego se internaba en el riguroso desarrollo de un teorema del que ya había identificado la solución. En esto también se parecía a Calvino.
Escribía a mano en grandes hojas, con una letra nítida y estilizada, al mismo tiempo infantil y contundente. Prefería las horas del amanecer, cuando la casa aún seguía con la respiración larga del sueño. Por la noche, enseguida se le cerraban los ojos. En los pocos actos sociales en los que participaba, no era raro verla adormilada en la silla, entre plato y plato, hierática como un bonzo en meditación, rígida como algunas figuras de Giacometti.
Para manifestar su simpatía por Enrico Berlinguer, dejó que la eligieran para formar parte de la Cámara de Diputados. Decía que no entendía nada de política, pero no faltaba a una sesión. Se sentaba en el banco con compostura, con el mismo traje de siempre, uno negro con cuello blanco de colegiala. Se moría de aburrimiento, aunque siempre evitó que se notara.
Cuando viajaba en tren, le daba vergüenza mostrar al revisor el disco de cuero con el número de legislatura que acreditaba sus privilegios de diputada. No le gustaba viajar. Le recordaba su confinamiento, la incertidumbre de los puertos desconocidos.
Capítulo extraído de La tribu Einaudi, de Ernesto Ferrero.