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Proyecto financiado por la Dirección General del Libro, del Cómic y la lectura, Ministerio de Cultura y Deporte
Original en inglés. Traducción de Alex Barandiaran.
Asumir que lo que más quieres puede ser la excepción es un error intelectual. Recuerdo escuchar una tertulia radiofónica en la que dos personas debatían acerca de la necesidad y el afecto por las tiendas de discos (acababa de cerrar una muy grande e ilustre en la ciudad de Nueva York) y pensar, Claro que las tiendas de discos van a cerrar, es triste pero es como el mundo funciona, y sentirme un engreído porque no suelo ir a tiendas de discos. Al cabo de un rato me di cuenta de que en dos, cinco o diez años, puede que antes, podría estar escuchando a dos personas en la radio teniendo esa misma nostálgica conversación sobre las librerías. Después de eso no me sentí tan engreído.
Para mí las librerías son un lugar sagrado y los libros objetos sagrados también. He trabajado en dos librerías y he poseído y atesorado un número incontable de libros. (Sinceramente desconozco cuántos tengo en este momento; lo que sé es que cuando mi mujer y yo nos mudamos, la empresa de mudanzas nos cobró un extra porque habíamos subestimado el número de cajas de libros). Lo primero y lo que más me gusta hacer en una ciudad nueva es localizar y visitar la mejor librería; literalmente meto en Google el nombre de la ciudad y «mejor librería», y a ver qué sale. Casi siempre me conduce no solo a una gran librería, sino al mejor y más interesante barrio de la ciudad.
No soy el único que siente esto. Tampoco soy el único que teme que todas desaparezcan mientras siga vivo. Hubo un tiempo en el que la gente atesoraba vinilos y deambulaba durante horas por las tiendas de discos, también discutía sobre los clásicos preferidos y se anticipaba a las nuevas ediciones; después la revolución digital acabó con la industria musical. Hoy en día las tiendas de vinilos funcionan como tiendas de antigüedades; claro que puedes encontrarlas, pero lo que ofrecen es sobre todo nostalgia para un formato que carece de relevancia.
¿Por qué iba a resultar que los libros son algo diferente?, le preguntó mi cerebro racional a mi cerebro romántico. Cállate cállate cállate cállate, le contestó mi cerebro romántico a mi cerebro racional.
Después de todo los e-books y los e-readers parecían algo ridículo hasta que de repente dejaron de serlo. Incluso en el metro de la literariamente cohibida ciudad de Nueva York la gente se divide entre usuarios de tabletas y de libros que parecen salidos de la prehistoria. (En retrospectiva, estoy seguro de que algo tenía que ver con la popularidad de Cincuenta sombras de Grey y el número de lectores curiosos que no querían quedarse fuera). ¿Era posible que los libros, tecnología revolucionaria en una época, también se convirtieran en una curiosidad obsoleta confinada a tiendas pintorescas y mohosas? ¿Que mis búsquedas en Google de «mejor librería» se vieran reducidas a «librería» con la esperanza de que quedase alguna?
Así que obviamente me anima que este informe del New York Times indique que las ventas de los e-book están menguando y que las librerías físicas sobreviven, incluso prosperan. Me anima porque en parte estoy convencido de que es algo bueno para el mundo. Y me anima porque este giro parece confirmar una teoría que tengo desde hace tiempo pero que sinceramente he temido aceptar. La teoría es: puede que los libros sean diferentes.
Quiero decir, los libros son diferentes. Es algo obvio. La gente coleccionaba discos CD, y solía guardar fotos físicas en álbumes y cajas, pero de entre los artefactos culturales, los libros son el único paquete físico que conservamos, archivamos y exhibimos con orgullo. Más que eso, la experiencia de un libro —de recibir lo que un libro tiene que ofrecer a través del medio físico que es el libro en sí mismo— es muy diferente a, por ejemplo, la experiencia de recibir lo que una canción ofrece a través del medio físico de un vinilo 45, un cassingle, un lustroso CD o el MP3. Se utilice el medio que se utilice, la canción se mantiene intacta; una vez que llega a tus auriculares, realmente no importa cómo llega (a pesar de las preferencias esotéricas por el «calor» del vinilo).
Cuando lees un libro es distinto. Cuando lees un libro físico o un e-book, la experiencia física de la lectura es diferente. Parece diferente. Es una sensación diferente. Incluso huele diferente. El recuerdo de la lectura será diferente. A diferencia de la música, la comida o la pintura, puedes elegir el hueco de tu cabeza en el que poner una novela: puedes ponerla en los ojos (leyéndola) o en tus orejas (escuchando el audiolibro). Puedes leerla en una pantalla en la que cada «página» aparece en una procesión infinita sin contexto, sin referentes físicos que indiquen cuántas páginas hemos pasado y cuántas quedan. Todos los libros —cualquier texto— parecen los mismos, como si fueran dragados en un vasto y gris océano de pixeles. O puedes leer exactamente el mismo libro —las mismas palabras, la misma historia, las mismas ideas, las mismas emociones— en papel, encuadernado entre cubiertas, notando físicamente el peso de lo que has leído y lo que falta por hallar. Pudiendo cerrar el libro con un golpe seco una vez lo hayas finalizado. Estas son dos experiencias muy diferentes del mismo libro.
Muchas de las experiencias de lectura más valiosas están ligadas a los libros físicos: un usado y estropeado ejemplar de A Farewell to Arms[1], de Penguin Classics, por cuatro perras y leído en la universidad. Un ejemplar de bolsillo particularmente bueno de Emma, de Jane Austen, con un lomo flexible que permite dejar el libro abierto encima de la mesa de manera impecable. Un ejemplar de The Mezzanine,[2] de Nicholson Baker, que cogí en la biblioteca por capricho, con cubiertas protectoras laminadas muy pesadas y la marginalia elogiosa de la gente. Para mí estos atributos físicos son tan memorables e intrínsecos para la experiencia de esas historias, como un restaurante lo es para una memorable comida. Desde otro punto de vista: un libro físico es como disfrutar de una buena comida en un restaurante elegante con unas vistas magníficas; un e-book es como comer lo mismo en un recipiente para llevar, metido en un cuchitril. En comparación con los de tapa dura, estoy realmente enamorado de los libros de bolsillo—cómo caben en el bolsillo de atrás, cómo se gastan, se doblan o se rasgan, cómo resisten cada marca que dejas en ellos—, y cuando escribí mi primera novela no me pareció del todo real hasta que recibí el primer libro de bolsillo. El de tapa dura, que era precioso y obviamente aprecié, y llevaba a la venta casi un año, no me acababa de parecer real, como si fuera una broma o un premio de feria: ¡un libro nuevo con TU nombre impreso en la portada! Para mí la gran ligereza de una edición de bolsillo mejora la experiencia de la historia que incluye: que un paquete barato y desechable pueda contener algo que te transporte a cualquier lugar, secuestrarte el cerebro y puede que cambiarte la vida.
Ya sé que soy un caso aparte en lo que a esto respecta; no estoy solo, es verdad, pero soy miembro de una tribu de bichos raros. He visto a otra gente interactuar con libros —abrirlos, leerlos, tirarlos sin pensarlo— las veces suficientes para saber que los fetichistas de los libros son una minoría. Pero estas recientes buenas noticias sobre los libros impresos sugieren al menos que mis experiencias personales con libros —libros reales— no son meras ilusiones. Que el atractivo del libro físico —su peso, su olor, la calidad táctil de su cubierta, la flexibilidad de la encuadernación, el papel— no es un espejismo que solo yo percibo. Que puede que los libros hayan sobrevivido durante 500 años por una razón, y que puede que sobrevivan otros 500. Que puede que los libros sean diferentes.
[1] Título en castellano Adiós a las armas, publicado por Debolsillo.
[2] Título en castellano La entreplanta, publicado por Alfaguara.
Proyecto financiado por la Dirección General del Libro, del Cómic y la lectura, Ministerio de Cultura y Deporte