Leer es una actividad casi tan íntima y privada como dormir. No nos gusta que nos observen cuando lo hacemos, porque nos sentimos espiados en un momento en que somos vulnerables. Aunque es preciso reconocer que cuando estamos absortos en un libro no atendemos a quién pueda estarnos mirando ni somos conscientes de cuál es la postura que adoptamos. Como sucede con la postura para dormir, los expertos pueden llenarnos de consejos, hablar de ergonomía, de circulación de la sangre o de descanso visual, pero cada cual considera que la postura -sea cual sea- que su cuerpo adopta por instinto es la mejor. Y cada uno tiene su postura preferida, que no cambiaría por ninguna otra.
Nos recomiendan leer sentados, a ser posible en un asiento firme, pero no duro, con la espalda recta y los muslos paralelos al suelo. Nada de entrelazar los pies (algo casi automático cuando uno se acomoda ante un libro), por aquello de no interrumpir la circulación. Y el libro, mejor que no esté plano sobre la mesa -que, a su vez, debe encontrarse a una distancia adecuada-, porque eso nos obliga a bajar la cabeza a medida que avanzamos en la lectura. Pero, como sostenerlo en alto resulta cansado, lo conveniente es utilizar un atril que lo haga más fácil. Unas normas sin duda de lo más racional y estupendo si se aplican sobre un maniquí, pero yo no conozco a nadie que lea así en la vida real. (Además, una vez tienes el libro apoyado en el atril, ¿se puede saber qué haces con los brazos? Pues, lógico, usarlos para apoyar la cabeza, con lo que la espalda se curva y la cabeza se ladea.)
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