En este gran teatro del mundo, y en nuestra condición de lectores, editores, creadores, libreros, periodistas, usuarios, consumidores y artistas en general, la pipirijaina somos nosotros. Y nada puede decidir en nuestro nombre e imponernos cuál será la coreografía final: un doble foutte, una diagonal de piruetas desde el final del escenario o, simplemente, desprendernos de la faldeta antes de que el alcahuete nos desaparezca y suenen los aplausos.
Siguen resultando curiosos los vaticinios de muchos gurús y agoreros que pretenden marcar unos ritmos de transición digital que nadie demanda y que están generando, en un mundo del libro que vive tiempos de convulsión, muchas incertidumbres y ninguna certeza ante un supuesto ocaso crepuscular. La aparición masiva en estas fechas de la bien llamada cacharrería digital nos mete de lleno como protagonistas de un anuncio de teletienda: el dispositivo hace esto y eso otro, puedes subrayar y cambiar el cuerpo de la letra, no huele y las hojas no se vuelan… ¿Llegará un momento en que pueda meterse en la lavadora? ¿Por qué se empeñan en que leamos en el panel de la cafetera? (Gracias, Álvaro) ¿Por qué quieren vendernos lo que ya es viejo?
Volviendo a la pipirijaina, la compañía de cómicos elegirá qué, cuándo, cómo y dónde prefiere leer, si cuando viaja o en el sofá, si los papeles prescindibles o La montaña mágica (suponiendo que alguna vez esté disponible en otros soportes), en el metro o en la cama. No se trata de leer más, como hemos oído hace poco, sino de leer mejor. Ante los ritmos sincopados y frenéticos, quizá convenga algo de cautela, criterio y buen humor; recuperar, sentados frente al espejo, la parsimonia de la lentitud después del espectáculo. Ingentes gigabytes de información no nos hacen más sabios ni determinan una vida mejor. Aunque este último aspecto, no menor, deberemos dejarlo para la próxima. De momento, ponemos rumbo con este teatrillo a cruzar el año, siempre con un libro debajo del brazo.