A diferencia de un lector cualquiera, incluso de los más vehementes, el bibliófilo ‒que a veces puede no ser lector‒ idolatra los libros más que por su contenido, que también, por su materialidad física. Sin embargo, incluso en esta bibliopatología existen grados. La bibliofilia alcanza su nivel más extremo cuando la obsesión por los libros se convierte en una locura capaz de condicionar o de devorar la vida de una persona y la de aquellos que lo rodean ‒y sino que se lo digan a Langley Collyer, que murió aplastado por una avalancha de libros sin ser bibliófilo‒. Entonces, más que de bibliofilia habría que hablar de bibliomanía. No es que haya habido muchos chiflados que encajen en el perfil del bibliómano, pero haberlos haylos, y entre ellos destaca, muy por encima del resto, Thomas Phillipps, de quien podría decirse que más que bibliómano es bibliomaníaco de manual, si es que hubiera manuales de bibliomanía.
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