Villar Arellano Yanguas. Un estado de ánimo | Trama Editorial

Villar Arellano Yanguas. Un estado de ánimo

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Me llamo Villar Arellano Yanguas
Y en el sector del libro o como mero lector se me conoce como Villar o Vivi, de Civican.
Me gusta leer porque me hace olvidar males, enciende emociones, enfoca ideas, me ayuda a conectar, activa resortes, propicia cambios y me hace sentir más fuerte.
Cuando tenía doce años quería ser puericultora, cuidadora de niños (afortunadamente, lo de azafata del Un, dos, tres ya se me había pasado…)
Hoy soy bibliotecaria o, para quien necesite pistas y le guste jugar, “biblioeducatriz sociolecturera”
Cuando me toca contarle a un extraño en una boda por qué me gusta leer o ando entre libros le recomiendo un libro y se lo anoto en mi hoja del menú: 101 buenas razones para leer, de B. Masini y L. Guillaume (Anaya)
Sin embargo, en realidad, mi día a día es más bien así: muy corto. Los días son demasiado breves para todo lo que hay que hacer: leer, reseñar, debatir, diseñar, redactar… las horas se van entre proyectos, presupuestos, encuentros, valoraciones, risas, cartas, libros, conversaciones, paciencia, música, incertidumbre, sueños…
Lo más raro que me ha sucedido nunca fue en un viaje. Lo más raro me ha sucedido siempre viajando. Durante 17 años viví en Salamanca y cada uno o dos meses viajaba a Pamplona. Muchas veces en tren. En los viejos expresos con compartimentos, si no se iba leyendo, se hablaba de todo (no había teléfonos móviles y todos éramos un poco menos “taciturnos”) y a veces surgían encuentros memorables (para bien o para mal). En una ocasión en que casualmente había olvidado llevar lectura, me vi sola con un único compañero de trayecto (un tipo de unos veinte, cejas depiladas en punta, pelo oxigenado rapado al uno), que trataba de convencerme con absoluta seriedad de su naturaleza extraterrestre y de la importante misión de su viaje: el exterminio de la raza humana. Aquel día me cambié de vagón horrorizada, mientras juraba que nunca más volvería a dejarme el libro-escudo en casa.
Y lo peor… Las pérdidas son siempre lo peor. Algunas, irreparables, como la muerte de mis padres, dejaron una sensación de vacío y desarraigo que nunca desaparece del todo. La impotencia y la rabia hacen más difícil aceptar la separación.
Aún más, si te dedicas a lo mío la gente no dejará de tocarte las narices con “Bibliotecaria, que tranquilo ¿no? ¡Cuánto tiempo para leer!” o “Ahora que hay libros electrónicos y que todo está en la web, las bibliotecas ya no son necesarias”. ¿Como hacerles entender que los libros y los usuarios necesitan un empujón en su primera cita, que Internet es un monstruo que hay que aprender a domar o que la información debe cocinarse para que no sea indigesta?
He perdido el entusiasmo por lo que hago cuando  ciertos responsables no supieron apreciar el esfuerzo de nuestro equipo y nos trataron con desconfianza e injusticia. Afortunadamente, el entusiasmo volvió pronto.
Sin embargo, lo mejor de mi trabajo, sin duda, son las personas: lectores y compañeros. Respecto a los primeros, los clubes de lectura que he coordinado y los adolescentes y adultos que participaban en ellos me han dado las mayores satisfacciones de este trabajo. En cuanto a los bibliotecarios, siempre he trabajado en equipo y he tenido la suerte de contar con estupendos compinches: un lujo de compañeros y una red de colegas cercanos que de vez en cuando se embarcan en nuestras chifladuras. Todos ellos son gente a la que quiero y admiro y son los que me hacen sentir orgullosa de esta profesión.
El mejor día que recuerdo en el trabajo… Recuerdo con especial emoción dos llamadas de teléfono que dieron paso a dos proyectos muy especiales para mí: una, a José Miguel López (que nos iba a destapar la caja de los ritmos étnicos); la otra, a Lolo  Rico (que nos enseñaría a mirar debajo de la pantalla en el cine infantil). Ambos han sido generosos cómplices de sueños, proyectos y amistad. Les estoy muy agradecida por haberse cruzado en mi vida.
Cuando quiero tomarme un descanso… me encanta leer a ciegas, sin condicionantes, recuperando títulos aparcados, cómics, autores fetiche…  pasando de uno a otro sin prisa, haciéndome la remolona. Me gusta viajar con mi familia, escuchar música, ir al teatro, ordenar viejas fotos, hacer manualidades y, sobre todo, charlar con la gente que quiero.
Así es como veo el futuro de mi profesión… Lo más vivo en las bibliotecas públicas son los clubes de lectura, las visitas de escolares, los encuentros con autores… Las bibliotecas tienen un interesante futuro social.
Eso sí, si un día logro jubilarme querré pasar el tiempo que me queda… Ojalá pueda hacerlo, y ojalá me quede tiempo y nos dejen recursos. Me encantaría viajar con mi pareja y también cultivar mi faceta artística.
El último libro que he leído ha sido un cómic: Ardalén, de Miguelanxo Prado.
Y lo conseguí en la biblioteca.
Y el primero que recuerdo… No recuerdo el primero que leí, pero sí el primero que compartí con mi madre. Yo tendría 7 u 8 años. Ella estaba convaleciente en la cama y yo le leía cada día un capítulo de Heidi, de Juana Spry. También recuerdo, más atrás, imágenes de un álbum ilustrado en casa de unas vecinas, pero es sólo un fogonazo, un agujero negro de la memoria sin título ni autor. Todo un reto para una bibliotecaria tozuda. 
En mi mesilla tengo ahora para leer El adoquín azul, de Francisco González Ledesma y otro cómic: La gigantesca barba que era el mal, de Stephen Collins. También tengo recién compradito, en el ordenador, Orgullo y satisfacción, de Bartual, Guillermo, Monteys, Fontdevila y Vergara.
Me gustaría añadir que el mayor enemigo de la lectura es la falta de libertad para elegir o pensar. La censura es intolerable.
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