¿Quién no tiene alguna anécdota de una pésima traducción para contar? El incomprensible menú de un restaurante en Croacia o un cartel de advertencia absurdamente mal escrita en una playa de Francia. La traducción “de factura humana” es igualmente deficiente en ámbitos mucho más importantes. En nuestros tribunales y hospitales, en el ejército y los servicios de seguridad, traductores mal pagados y sobreexigidos embrollan millones de interacciones vitales. En esos casos, la traducción hecha por una máquina ciertamente puede ser de gran ayuda. Sus legendarios bloopers no suelen ser peores que los errores cometidos por humanos bajo presión.
La traducción automática también ha demostrado ser muy útil en situaciones más urgentes. En enero, cuando Haití fue arrasada por un terremoto, en la isla devastada desembarcaron equipos de ayuda que hablaban docenas de idiomas diferentes, pero ninguno el créole haitiano. ¿Cómo podía un sobreviviente atrapado bajo los escombros brindar información de utilidad a los rescatistas desde su celular? Si tenía que esperar a que apareciera un intérprete de chino, turco o inglés, podía morir antes de que comprendieran lo que decía. La Universidad Carnegie Mellon divulgó de inmediato su base de datos de créole haitiano escrito y hablado, y una red de programadores voluntarios generó, en poco más de un largo fin de semana, un improvisado sistema de traducción automática de créole. No producía prosa de gran belleza, pero funcionaba.
Recientemente, las ventajas y desventajas de la traducción automática se han convertido en el centro de un creciente debate entre los traductores humanos, debido a los grandes avances alcanzados durante los últimos años por el más nuevo de los grandes competidores del sector: Google Translate . En realidad, se trata de un debate que comenzó con el nacimiento mismo de la traducción automática.
La necesidad de una traducción rudimentaria hecha por una máquina se remonta a los principios de la Guerra Fría. Estados Unidos había decidido escudriñar cada palabra en ruso salida de la Unión Soviética, y simplemente no había suficientes traductores para seguir ese ritmo, así como ahora tampoco hay suficientes para traducir todos los idiomas que Estados Unidos se propone monitorear. La Guerra Fría coincidió con la invención de las computadoras, y una de las primeras tareas que se programó en esas máquinas fue “descifrar el ruso”.
El padre de la traducción automática, William Weaver, optó por considerar el ruso como un “código” que oscurecía el verdadero significado del texto. Su equipo y sus sucesores, en Estados Unidos como en Europa, procedieron de acuerdo al sentido común: un lenguaje natural, pensaban, está compuesto de un léxico (un conjunto de palabras) y una gramática (un conjunto de reglas). Si se podía introducir el léxico de dos idiomas en una máquina (algo relativamente sencillo) y también el conjunto completo de reglas de ambos idiomas con las que los humanos construyen combinaciones con sentido a partir de esas palabras (una propuesta mucho más cuestionable), entonces la máquina sería capaz de traducir de un “código” a otro.
Los lingüistas universitarios de la época, con Noam Chomsky a la cabeza, también consideraban el lenguaje como la suma de un léxico y una gramática capaz de generar, infinitamente, oraciones diferentes a partir de un número finito de reglas. Pero tal como los lingüistas anti-chomskianos de Oxford comentaron entonces, de las plantas automotrices de Gran Bretaña también salen, infinitamente, muchos autos defectuosos, cada uno con un problema diferente. Durante las siguientes cuatro décadas, la traducción automática logró resultados de gran utilidad, pero al igual que la industria automotriz británica, no cumplió con las expectativas que generó en la década de 1950.
Ahora nos enfrentamos con un monstruo muy diferente. Google Translate es un sistema estadístico de traducción automática, lo que significa que el programa no intenta desanudar o entender nada. En vez de descomponer la oración para después reconstruirla en el idioma de “destino”, como lo hacían los antiguos motores de traducción, Google Translate busca frases similares en textos que ya están traducidos en algún lugar de la web. Cuando encuentra la coincidencia más probable, gracias a un dispositivo de reconocimiento estadístico de increíble velocidad y eficiencia, Google Tanslate lo escupe, en crudo o ligeramente cocinado. De esa manera simula –pero sólo simula– lo que se supone ocurre dentro de la cabeza de un traductor.
Google Translate, que ya maneja 52 idiomas, elude el problema de la teoría lingüística de definir qué es el idioma y cómo funciona en el cerebro humano. En la práctica, los idiomas se usan para decir las mismas cosas una y otra vez. Para quizás el 95 por ciento de todas esas locuciones, la urraca electrónica de Google es una herramienta fabulosa. Pero hay dos limitaciones importantes que los usuarios de este u otro sistema de traducción estadística automática deben entender.
La oración de destino que arroja Google Translate no es la “traducción correcta”, ni debe ser tomada como tal. Y no solamente porque en realidad no existe una “traducción correcta”, sino también porque Google Translate sólo suministra una expresión que consiste en las frases equivalentes más probables según sus cómputos, surgidos de la comparación de una cantidad astronómica de frases rastreadas en toda la web.
En su gran mayoría, los datos provienen de documentos de organizaciones internacionales. Miles de traductores humanos de las Naciones Unidas, la Unión Europea y demás se han pasado millones de horas para producir esas comparaciones que Google Translate ahora puede escoger a su antojo. Para que Google Translate tenga con qué trabajar, primero tienen que existir las traducciones humanas.
La dispar calidad de Google Translate en las diferentes comparaciones de idiomas disponibles se debe a que la cantidad de traducciones hechas por humanos entre los diferentes idiomas que existen en la web también es muy dispar.
¿Pero qué sucede con la verdadera escritura? Google Translate parece capaz de hacer milagros porque tiene acceso a la biblioteca universal de Google Books. Cuando uno le pide que traduzca al inglés la famosa definición del amor de Los miserables –“On n’a pas d’autre perle à trouver dans les plis ténébreux de la vie”–, Google Translate sale con una muy honrosa “There is no other pearl to be found in the dark folds of life” , que resulta ser idéntica a una de las muchas traducciones publicadas de esa gran novela. Se trata de una proeza muy impresionante, en el caso de una máquina, ¿pero en el caso de un humano? Lo único que hay que hacer es bajar al sótano y buscar la vieja edición de bolsillo.
Y el programa es muy desparejo. La traducción de la primera oración de A la búsqueda del tiempo perdido, de Proust, arroja un antigramatical “Long time I went to bed early” y los resultados para la mayoría de los demás clásicos de la literatura moderna son igualmente desechables.
¿Podrá Google Translate alguna vez servir de algo en la creación de nuevas traducciones literarias, ya sea al inglés o a otras lenguas? Ante todo, debemos decir que no hay ninguna necesidad de que lo haga: los potenciales traductores de literatura extranjera no escasean precisamente: de hecho, piden a gritos más posibilidades de publicar su trabajo.
Pero aun cuando esa necesidad existiese, Google Translate nada podría hacer en ese terreno, pues no fue concebido ni programado para tomar en consideración la intención, el contexto del mundo real o el estilo de cualquier alocución. (Cualquier sistema capaz de hacerlo representaría un verdadero logro histórico, pero un milagro semejante no está siquiera en los planes de los programadores de los más avanzados motores de traducción.)
Sin embargo, si nos pusiéramos por un momento en el papel de abogado del diablo y tomáramos una postura decididamente cáustica respecto de cierto género de ficción extranjera contemporánea –por ejemplo, las novelas francesas de adulterio y herencias– podríamos suponer que como esos textos no tienen nada nuevo que decir y sólo aplican fórmulas repetidas, una vez que hayan sido traducidas suficientes novelas de ese tipo y que los originales hayan sido escaneados y subidos a la web, Google Translate debería ser capaz de simular una versión bastante aceptable, regurgitando otras traducciones de la misma calaña.
¿Entonces qué? La traducción literaria nada tiene que ver con eso. Para las obras verdaderamente originales –y que por lo tanto merecen ser traducidas– la traducción estadística automática no tiene la menor esperanza. Google Translate puede brindar un estupendo servicio en muchos ámbitos, pero no está preparado para interpretar o hacer legible un texto que no sea rutinario, y sería injusto pedirle que lo intentara. Después de todo, cuando se trata del verdadero desafío de la traducción literaria, a los traductores humanos tampoco les resulta fácil.
De Diario de Poesía (Argentina)
traducción de Jaime Arrambide