Su majestad: el best seller | Trama Editorial

Su majestad: el best seller

por Roberto Pliego
Trama & TEXTURAS nº 8
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Ken Follet, una supernova en la galaxia de lo que algunos han dado en llamar “ficción popular” luego de que hace 30 años publicó El ojo de aguja; el mismo que acaba de lanzar con bombo y platillo, Un mundo sin fin, otro de esos thrillers policíacos ambientados en el pasado medieval, Ken Follet; que en 2001 declaró al New York Times que su fortuna arañaba a los 16 millones de euros y en cuya hoja curricular figuran mas de 20 novelas y un contrato reciente por 33,5 millones de euros para escribir otras tres en los próximos siete años, acuñó, no hace mucho, una frase en la que subyacen los arcanos del bestseller: “Miro las ventas de alguien como Stephen King y pienso: qué debo hacer para vender tanto como él”. Por un momento, sólo por unos cuantos segundos, juzguemos atentamente las palabras de un proveedor cargado de honores. No se trata de escribir, construir argumentos, trazar personajes a la manera de Stephen King –una encomienda, por cierto, demasiado sencilla en comparación a la encomienda de, pongamos el caso, apropiarse del estilo de Vladimir Nabokov- sino de hacer sonar la máquina registradora hasta que reviente. Ah, la música estruendosa de las cifras gordas: ¿hay otra manera de caracterizar el bestseller?
Al revisar el estudio Bestseller. A very short introduction [Bestseller.Una brevísima introducción, Oxford University Press, 2007] del profesor de literatura inglesa John Sutherland, uno descubre con sorpresa que el bestseller no es una moda reciente. Cumplió ya 214 años de vida, los mismos que podemos atribuirle a la novela sentimental Charlotte Temple de Susana Haswell, que a lo largo del siglo XIX contabilizó la friolera de 200 reimpresiones. Tiene que haber una buena razón para que los lectores, sobre todo británicos y estadounidenses, mastiquen con tanto ahínco este producto a que la gran literatura sopesa desdeñosamente, como si se tratara de un pariente lejano que no concluyó la primaria y apenas sabe sostener el tenedor pero que carga los bolsillos repletos de dinero. Esa buena razón tal vez sea la costumbre generalizada de vivir al día, sin atender ni por un instante a las consecuencias.
Antes de que el mundo occidental hablara de industria del libro, de mercados cautivos o emergentes, de índices de popularidad, de sociedad de masas, de proyecciones de consumo, de cultura mediática e incluso de bestseller, el bestseller ya estaba ahí. The green mountain boys [Los muchachos de la montaña verde, 1839], de Daniel P. Thompson, alcanzó cincuenta reimpresiones en veinte años. Tras su publicación en la primavera de 1852, La cabaña del tío Tom, el manifiesto antiesclavista de Harriet Becher Store, vendió trescientas mil copias en un año. En 1860, Ann Sophie Stephens lanzó la primera novela –Malaeska, la esposa india del cazador blanco- a un precio por ejemplar de 10 centavos de dólar, una estrategia a la medida de públicos voraces y medianamente alfabetizados. En 1900, Tener y tomar de Mary Johnston ingresó en el club de los doscientos cincuenta mil. Y entonces llegó 1902, el año en que, según los historiadores del género, el término bestseller fue utilizado por vez primera.
No tiene caso abundar en los malentendidos que propicia la unión de la palabra best (mejor) y seller (artículo vendido) para designar a un tipo de libro que antes de salir a las mesas de novedades ostenta un número grandilocuente en el cintillo de promoción, no un número cualquiera sino el que atribuimos al éxito comercial. Como señala el profesor John Sutherland, es la velocidad de ventas, no el total de ventas, lo que define al bestseller. El Quijote no lo es, ni La metamorfosis, ni Cien años de soledad, aunque hayan sido adquiridos por millones de compradores, pero si, en cambio, Como agua para chocolate que en 1993 coqueteó con la posición número 1 en las listas oficiales de los libros más vendidos en Estados Unidos. O sea, no es lo mismo vender cien mil copias en un mes que un millón en quince años. Así pues, un bestseller tiene menos expectativa de vida que una mosca. “Es el libro de un día, únicamente para ese día”, dice el profesor Sutherland. Igual que en el caso del pan de caja, los alimentos enlatados, las medicinas, una inscripción en seis puntos debería indicar su fecha de caducidad o, al menos, subraya el siguiente epitafio: consúmase antes -24 horas pueden parecer una eternidad- de que un miembro de su especie venga a destronarlo. ¡Viva el bestseller! ¡Muera el bestseller! No es Macbeth interpretando la profecía de las brujas; es el mercado. Stephen King, Ken Follet, John Grisham, Tom Clancy, Thomas Harris, Michael Crichton, Sue Grafton, Dan Brown… son especialistas en cincuenta metros planos y recorren la distancia a grandes zancadas. Las pruebas de fondo tienen pocos patrocinadores.
Ya que su lomo lleva tatuado, con tinta invisible, el signo de la rapidez, el bestseller es un producto vacunado contra la relectura. En vez de volver a enjugar una lágrima con Los puentes de Madison (1994) de John Waller, el lector pasa a la atracción de turno. Un nuevo libro borra el recuerdo del anterior e incluso su presencia física. Nada más ajeno al lector de bestseller que una biblioteca. Igual que el empaque de leche, el libro va directo a la basura. Y ya que no hay biblioteca, tampoco hay crítica. El bestseller desconoce a un Albert Beguin, Erich Auerbach, Michel Tournier, Pierre Bordieu, Roland Barthes, George Steiner. No quiere el análisis, quiere la experiencia inmediata.
Paradójicamente, su AND contiene mucha información. El drama sentimental, la recreación histórica, el pulso político, la intriga policíaca, el melodrama, la comedia sexual, la estampa religiosa, la épica, el western, la especulación científica, el dictamen psicológico, la fantasía gótica, el mapa del terror, el arrebato amoroso: nada parece resistirse a su ímpetu colonizador. Sacia su apetito con descarnada glotonería. ¿De dónde ha sacado fuerzas para mantenerse hiperactivo? Como lo sabe Ken Follet, de la esperanza de agregarle seis ceros al saldo bancario. Pero ¿hay algo más? Las primeras reglas estadounidenses –aún vigentes- con respecto a la producción, distribución y venta de libros fueron las mismas que sancionaban a cualquier producto: sólo el mercado puede establecer los precios y sólo el mercado puede establecer sistemas de premios y castigos. En este sentido, el libro no tendría por qué recibir un trato distinto al de un par de zapatos, una escopeta o un delineador de pestañas. Mientras la novela Robert Elsmere (1883) de la señora Humphrey Ward costaba una guinea y media –el equivalente a cien libra esterlinas de hoy- en la Gran Bretaña, en la ciudad de Nueva York se ofrecía a 25 centavos. De aquel lado del Atlántico apenas vendió tres mil quinientos ejemplares; de este lado superó los cien mil en tan sólo un año. Detrás de semejante demanda estaba el pujante sentido empresarial de los estadounidenses, para quienes el control estatal, el proteccionismo, y las prebendas fiscales sonaban, y suenan, a comunismo. ¿Privilegios y exenciones para un artículo de consumo? Por supuesto que no, y menos en la tierra del dejar hacer y dejar pasar.
Otro factor de peso contribuyó a desarrollar y fortalecer la industria del bestseller. Hasta abril de 1891, Estados Unidos se negó a firmar los tratados internacionales de propiedad intelectual y propiedad al derecho de autor. El resultado: una política de saqueo impune de los bienes culturales más atractivos y relucientes de Europa. Fue precisamente Humphrey Ward quien inauguró la etapa de beneficios. Recibió siete mil libras esterlinas de su editor como adelanto por su próxima novela, David Grieve, publicada en 1894.
En qué se parece una hamburguesa a un bestseller. En que una y otra están hechas de ingredientes poco fiables y que saben mejor cuando se ofrecen a precio de ganga.
Harold Bell Wright, un ministro bautista, autor de dieciocho novelas, una de las cuales, That printer of Udell´s, conquistó en 1902 la cima de la popularidad, definió el bestseller del modo siguiente: “comida sencilla para gente sencilla”. La divisa cautiva por su desvergonzada falta de pretensión. A lo largo del siglo XX y lo que corre del XXI, desde Eben Holden (1900) –la novela para gente sencilla que ha vendido mayor número de copias en menos días- hasta Harry Potter y las reliquias de la muerte (2007) –cuya edición original llegó a las manso de un millón de compradores en el tiempo récord de 24 horas-, la ficción popular no ha hecho otra cosa que empuñar la divisa de Bell Wright y atiborrar a los productos, como sugiere Daniel Steel (en la década de los 90 uno de sus libros se mantuvo trescientas noventa semanas consecutivas en la lista de los más vendidos que apadrina The New York Times), preparados con ingredientes preparados en las planicies rosas de los cuentos de hadas. ¿Quién es la reina del ese cuento de hadas en que se ha convertido el bestseller?: la suma millonaria. Vagamos por los cementerios o por las salas de exhibición y a nuestros oídos llegan voces que hablan de millones de copias, de millones de dólares en concepto de anticipo, de millones de lectores que ahora mismo siente la atracción gravitacional de la estrella del momento. Daniel Steel, por ejemplo, ha vendido 540 millones de ejemplares, una hazaña sólo comparable –si tenemos en cuenta que acaba de cumplir treinta y cinco años de ejercicio profesional- con los dos mil millones de ejemplares que la firma Agatha Christie ha facturad desde que en 1929 debutara con El misterioso caso de Styles. Si Lo que el viento se llevó (1936) de Margaret Mitchell vendió un millón el año que salió al mercado, El padrino (1969), Historia de amor (1970) y El exorcista (1971) registraron diez millones cada uno tras cinco años de demanda. Publishers Weekly, una suerte de órgano informativo y publicitario que oriente el gusto de los consumidores estadounidenses, nombré a John Grisham “el novelista más vendido de la década de 1990” en virtud de sus 60,7 millones de tiros acertados. Con El informe pelícano rebasó los once millones. Nada mal para “un bautista moderado”. Y qué hay de Stephen King, cuyos millones en ventas lo hicieron merecedor de Nacional Book Award, un montaje mercadotécnico que el crítico literario Harold Bloom saludó como una puñalada a escritores de la talla de Don DeLillo o Cormac McCarthy.
Decir que John Grisham o Stephen King recibieron una tajada de la herencia de Cervantes suena igualmente extremo que el dominó está considerado para adquirir el estatus de disciplina olímpica. Calificarlos de novelistas es una desmesura del tamaño de las empresas a las que representan. Son, en realidad, una marca… y una marca de tal naturaleza no tiene la obligación de rendirle cuentas a la literatura sino al departamento de dirección comercial. Es lo que pasa cuando, después de comprobar tus estados de cuenta y comprobar que las deudas te llegan hasta el cuello, te sientas frente a la computadora, empeñas tres años de tu vida en redactar una historia apenas coherente y te conviertes en un vendedor de libros que cada año recibe un jugoso reconocimiento: tu nombre termina por disolverse en el esperpento que has creado. Yo pregunto: una vez que la marca ha ocupado su asiento de primera fila en el mercado, quién sirve a quién ¿Los grandes emporios editoriales vende los libros de la marca o la marca vende los libros de los grandes emporios editoriales?
Cada vez que un escritor de bestseller se enfrenta a la pregunta de un reportero acerca de los sacrificios que ha empleado para escribir una historia de vampiros que medran en Wall Street o de una pareja que se amó durante la dinastía de Ramsés II y ha reencarnado en un chulo y una estudiante de antropología que malviven en las calles de Brooklyn, se pone en plan doctoral y, a la manera de Noah Gordon, arriesga una respuesta de este calibre: “Se coge una pizca de cenizas de un fuego extinguido hace mucho tiempo. Se viere en una taza de un charco de la calle tras una lluvia intensa. Se añaden tres pelos arrancados por una soltera de la cola de un caballo gris. Se deja madurar la taza tres días con sus tres noches y se añade vela de una vela vieja. Se escupe tres veces en la taza. Se agita bien la mezcla. Se arroja a un inodoro y se tira dos veces de la cadena. Luego se sienta uno frente al ordenador y trabaja muy, muy duro”. Trabajar muy, muy duro: eufemismo que alude al deseo, expresado alguna vez por Ken Follet tras mirar las regalías que año tras años se embolsa Stephen King, de romper todos los registros de venta en un lapso más estrecho que el que un repartidor de pizzas tarda en entregar su orden de compra a domicilio. Por lo demás, convoco a los maestros de la pista rápida para que me ayuden a descifrar la relación entre un inodoro y el trabajo duro.

Copy: revista Nexos, noviembre de 2008
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