George Steiner afirma que un libro es nuevo cada día. Creo que esto también aplica para el oficio de librero. Afortunadamente no tenemos posibilidad de aburrirnos. Cada vez que hablamos con un colega, leemos algún testimonio particular o asistimos a un congreso nos encontramos con problemáticas muy variadas y a veces no tan familiares en algunos países. Eso sucede hasta en temas básicos y recurrentes como el servicio, surtido, alquileres, precio único, asociación gremial, leyes, comunicación entre los entes que conforman la cadena del libro, descuentos, condiciones de compra, velocidad de edición, sueldos, herramientas de aprendizaje, horarios, seguridad jurídica o personal, programas administrativos y de inventario y las relaciones entre los distintos tipos de librería o comercializadoras del libro.
Al hablar de Venezuela debemos pensar en un mercado pequeño pero que ha tenido un crecimiento apreciable durante la última década. Mientras en España abren cada año 70 librerías independientes pero cierran 90 en Venezuela, las cifras presentan un lento crecimiento, que se vuelve mayor en la provincia. La expansión es más notable en las cadenas (sobre todo la estatal “Librerías del Sur”) y en espacios donde el libro antes no se comercializaba (farmacias, viveros, tiendas de productos gastronómicos, etc). Pero las librerías independientes mantienen su presencia. No pagar IVA, el buen margen de ganancia (40%), ofrecer productos no perecederos y la diversificación de mercancía sigue resultando un atractivo para el inversionista. El problema viene después, cuando se dan cuenta que la librería no funciona como pensión de retiro o como excusa perfecta para deshacerse de un familiar.
Pero a diferencia de países donde la demanda y la velocidad del mercado hacen vertiginosa la rotación de novedades (no más de un mes en los mesones y vitrinas) y difícil la colocación física de todos los despachos, en Venezuela es común ver los claros en las estanterías por falta de novedades y reposición. En lo particular el tema que más afecta es el de los libros de fondo. No tener a mano las obras de Camús, una buena edición de la Divina Comedia, la última novedad de Vila-Matas, Philip Roth o el fondo de El Acantilado, las ediciones de la UNAM o Galerna puede convertirse en un tormento. A las 3 de la tarde ya hemos dicho no treinta veces y la mitad de ellas sin posibilidad de referirlos a otras librerías. A veces se apela a la biblioteca personal o impulsamos la sección de libros usados para resolverle el problema al cliente y elevar nuestro estado de ánimo.
Si para España o México el tema del precio único ha sido crucial para nosotros lo es la autorización equitativa de divisas para la importación de libros. Desde que se implantara el control de cambio en Venezuela (2003) la entrega de divisas ha sido muy irregular, con sequías de más de un año, en el caso de algunas distribuidoras. Se ha montado un sistema de permisologías para excusar la ausencia de dólares preferenciales. Estos nunca han estado al alcance de las librerías independientes que antes del control cambiario realizaban importaciones. Las distribuidoras independientes apenas han tenido menor suerte. Las distribuidoras de los grandes grupos como Planeta, Santillana, Ediciones B o Random House han sido las más beneficiadas.
Las distribuidoras apuestan más por la cantidad que por la variedad. Paolo Coelho y Record Guiness en detrimento de editorial Crítica, Ariel, Seix Barral o Paidós. La dificultad para obtener divisas, gracias a la sospechosa ineficiencia de un Estado cada vez más intervencionista no ha sido aprovechada por la industria editorial venezolana. Es cierto que se publica más en el país y que se ha generado un interés del público sobre la literatura local que antes no existía. Es el momento de editar en el país, de llegar a acuerdos con fondos de otros países y de generar los propios. En la Argentina del corralito financiero se editaron con éxito libros de Anagrama. Aquí nadie parece interesado en acercarse al señor Herralde para negociar la edición de dos mil ejemplares de la última novela de Auster a pesar de que ya antes de salir está vendida.
No tener acceso a libros de calidad, a los clásicos en dignas ediciones, es la peor pesadilla. En muchos casos no los tenemos ni en buenas o malas ediciones. Dependemos como lectores del familiar o samaritano que nos traiga alguna novedad en su maleta de viajero.
No poder llenar el fondo de las librerías especializadas es apostar por su quiebra, abrirle paso a los supermercados. Ni siquiera las librerías de cadena gozan de buena salud (salvo la estatal que pasó de 16 a 50 sucursales. En su selección hay una preferencia demoledora hacia lo político y por una sola vía). Las distribuidoras apuntan hacia megatiendas que venden analgésicos, perfumería y tienen la sección de libros al lado de los bloqueadores solares. Pero también apuntan a tiendas donde no existan libreros ni nada que se le parezca.
El librero debería ser un orientador y propiciador de lecturas. Debe tratar de envenenarle el alma para siempre a los incautos que desconocen el poder y la energía que guardan los libros. Para ello necesitamos de los ingredientes adecuados. A corto plazo acudir al mercado secundario y a largo plazo unirnos como gremio y plantar cara (no con ánimo belicista sino pragmático) a dos entes dispares, incómodos y necesarios: el Estado y la iniciativa privada.